El poeta alemán Rainer Rilke aconsejaba no incursionar en aquellos temas sobre los que se ha dicho demasiado, y menos aún si se ha hablado mucho y bien.
Voy a desoír ese consejo.
Cometeré una trasgresión.
Hablaré de Chaplin.
Pero de cuando Chaplin era Chaplín…
Con acento en la i.
Es decir, de cuando éramos pibes.
Y es que Chaplín sonaba a risa…,
a travesura…,a Ring Raje…, a alegría
Y reíamos con Carlitos vigilante, bombero, boxeador, buscador de oro, vagabundo o presidiario.
Marginado siempre, pero nunca cobarde ni traidor.
Y cómo no querer a ese gentleman orillero, a ese atorrante mundano, capaz de enfrentarse a cualquiera por una causa justa o por la mujer amada.
Desde la risa lo empezamos a querer.
Con el tiempo, Chaplín se convirtió en Charles Chaplin, y aquellas carcajadas dejaron paso a la reflexión; fue cuando descubrimos que en cada película suya había un reclamo, una denuncia, un problema social, una rebeldía contra las injusticias y el abuso de poder.
Aquel cine mudo era el grito de los desprotegidos.
Esa fue la clave que lo hizo grande.
Y es en esa clave que en la película “El Gran Dictador”, desde la figura siniestra de un ser que es sinónimo de muerte como Hitler, hace un discurso extraordinario, lleno de esperanza, de deseo de unión y hermandad entre los hombres.
Me refiero a la escena final de esta película.
Lo que ahí vemos es utópico, pero qué otra historia sería la de la humanidad de ser posible.
Lo que significa esta escena, lo que allí se propone, es a mi entender aquello por lo que vale la pena vivir.
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