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No verá los arroyos

De la tierra brotaban el agua y los alimentos como si de una promesa cananea se tratara. Allí terminaba entonces la ciudad de Granada y a unos pocos minutos en bicicleta, por un camino junto al río Genil, se llega a un manantial conocido como la fuente de la Bicha —aunque yo nunca vi ninguna culebra por la zona—. Un breve caño sobresale de la roca y riega el suelo con un fino chorrituelo de agua fresca que los aguadores de la ciudad recogían ya desde tiempos nazaríes. En los alrededores crecían arbustos; al alcance de la mano quedaba el fruto de la zarzamora y la vid ofrecía pámpanos jugosos y agridulces, zarcillos que se enredaban como acusando el frío del agua de Sierra Nevada y el viento que por la mañana bajaba calmado y alegre como el  río. La montaña siempre es generosa.

Ahora, Pepe vende junto al río las frutas y hortalizas que cultiva y recoge en una huerta cercana. Las ordena en cajas que alinea en un banco a la orilla del camino. Hay un cierto orgullo en su manera de exhibir los tomates, carnosos y crecidos; las ciruelas claudias; los calabacines recios como un as de bastos. Muchos de los que caminan a primera hora por esta zona, hoy día concurrida como Puerta Real, se acercan a saludarlo, a ver qué trae o a ver cómo está.

Recuerdo que de niño yo llegaba al manantial, bebía y llenaba el bidón. Se veía con frecuencia a un viejo trovero que venía al lugar a pie, empujando una bicicleta albina y, dejándola aplomada, se paraba a llenar unas garrafas de plástico que luego cargaba como alforjas. La gente esperaba su turno haciendo corro: paseantes, deportistas, gente del barrio. El trovero respondía siempre en verso a las señoras encandiladas, improvisaba la conversación respetando metro y rima, y así entretenía el largo tiempo que tardaba en llenar sus garrafas. Yo los escuchaba charlar en torno a la especie de abrevadero antes de emprender el camino de vuelta. La música del trovo se confundía con el cantar del hilo de agua.

—¿No se va usted este año a los baños, Pepe? —le dice mi madre al hortelano.

—No, no está uno ya para baños —bromea—. De los cuarenta para arriba no te mojes la barriga.

Rondará los ochenta. Siempre afable, pesa en su báscula mecánica un kilo de tomates y los echa en bolsas con la mano recia de hortelano en la que ya se adivina un temblor que la vuelve trémula como la aguja roja que indica el peso. Mientras, pasa un senderista con ropa deportiva y garrote y le pregunta por los pepinos.

—No hay —dice Pepe—, me los ha estropeado todos el calor.

Al volver de la fuente quedan a nuestra espalda las montañas y al frente el camino, separado desde hace años de las huertas por la carretera A-395, que sube hacia la estación de esquí. Más tarde, Pepe volverá a casa conduciendo su furgoneta. No nos engañemos: no hay aventura en estas veredas. En el fondo ya es un sendero más urbano que agreste. La mano del hombre ha hecho suyo el camino pero ofrece aún un lugar donde respirar. La tierra prometida no existe: es algún lugar del pasado. Está escrito: «No verá los arroyos, los ríos, los torrentes de miel y de leche». Pero hay algo de redención en el río de aire que baja por el Genil, en las montañas que parecen envueltas en una bruma marina.

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