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De semilla y cosecha

No juzgues cada día por la cosecha que recoges,
sino por las semillas que plantas.
ROBERT LOUIS STEVENSON, novelista, poeta y ensayista británico.

Desde que tenemos uso de razón recibimos dos mensajes contradictorios proveniente de diferentes personas o grupos de personas: «no importa ganar o perder, lo importante es participar» y «nadie da nada a cambio de nada».
Si nos detenemos en el primero de estos mensajes, nos inclinamos a pensar que el mero hecho de vivir nos imprime ese carácter de participantes en esta empresa. Si lo importante es participar, siempre que participemos activamente en la aventura de vivir nuestro paso por el mundo ya está justificado. Si atendemos al segundo mensaje, la idea que nos surge es que nos aguarda una dura batalla contra nuestros semejantes y contra el sistema para llegar a lo más alto, para conseguir lo que se supone que merecemos: estatus, reconocimiento, bienestar …
En las sociedades occidentales, y sobre todo en la norteamericana, la idea de vivir en una tierra de oportunidades donde todos tienen la posibilidad de alcanzar las metas que se propongan con esfuerzo y tesón intenta maquillar una realidad en la que las desigualdades sociales son cubiertas con un velo de sana competición, como si las posiciones de partida fueran las mismas para todo el mundo. Además de esto, las metas están predefinidas por la propia sociedad, y es esa sociedad la que dispone qué profesiones son exitosas y cuáles no, así como qué forma de vida es considerada exitosa y cuál no lo es. Estas disposiciones y consideraciones son inculcadas a los ciudadanos a través de diferentes mecanismos de socialización cuyo estudio no es el objeto central de este artículo.
Sin ánimo de iniciar un debate entre los defensores de las ideas hobbesianas de que la primera tendencia del ser humano es el amor hacia sí mismo y los partidarios de Rousseau y su Contrato Social, en el que las personas son por naturaleza buenas y sociables, quizás sería interesante comenzar la disertación a partir de los postulados de Adam Smith y su Teoría de los sentimientos morales, en la que el economista defiende que la empatía desplaza al egoísmo en su papel determinante de las acciones humanas. En el capítulo III de su teoría, Smith toma la idea de Hume de que el hombre es un espejo —y no un lobo, como postulaba Hobbes— para el hombre y afirma:

«(…) La naturaleza, cuando formó al ser humano para la sociedad, lo dotó con un deseo original de complacer a sus semejantes y una aversión original a ofenderlos. Le enseñó a sentir placer ante su consideración favorable y dolor ante su consideración desfavorable. Hizo que su aprobación le fuera sumamente halagadora y grata por sí misma, y su desaprobación muy humillante y ofensiva. El ser humano no solo quiere ser aprobado, sino aprobable, es decir, comportarse bien, aunque no lo aplaudan efectivamente».

Sin embargo, tal y como apunta Carlos Rodríguez Braun, economista y catedrático en la Universidad Complutense de Madrid, en su estudio preliminar de la edición española de esta obra, contrasta la siguiente afirmación de Adam Smith escrita en la primera página del libro:

«(…) Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla».

con esta otra de su obra La riqueza de las naciones:

«(…) No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas».

Con esta última afirmación ya no está tan claro que no sea el egoísmo lo que impulsa las acciones del ser humano. Entonces, podríamos pensar que ese deseo casi innato por complacer a sus semejantes lo que en realidad produce en él es la conveniencia de acatar las reglas establecidas o, cuando menos, actuar en consonancia con estas. Unas reglas del juego con la que no siempre estamos de acuerdo, en ocasiones injustas y a veces hasta inhumanas. Unas reglas que se rigen por la competitividad más que por la solidaridad; por la idea de que los recursos son escasos y no de que son suficientes, pero están mal repartidos; por la convicción de que la competitividad nos da la libertad en vez de mantenernos esclavos de su propia dinámica.
Lo que trato de exponer con más o menos acierto es que la sociedad en la que vivimos nos empuja a la competición por más que nos pese a algunos. Y, de este modo, ya no es participar lo más importante, sino ganar, o estar al menos en el podio. La inmediatez a la que nos vemos abocados, la prisa por conseguir las metas, por ver los resultados, nos hace estar pendientes de nuestra propia cosecha, la que nos da el mayor beneficio material, desatendiendo la labor principal que es la siembra de las semillas de crecimiento. No la que nos lleva a los más alto en la escala social, sino aquella que nos hace verdaderamente humanos. Todo lo que hacemos por los demás nos libera de la carga de tener que hacer cosas para nosotros mismos. Una pesada carga que nos lleva a la infelicidad y a la frustración. Seamos lo que queramos ser, pero seamos auténticos, ante todo. Vivamos sin la presión de estar constantemente en medio de una competición, con la idea de quedarnos rezagados, de no llegar a la meta. La meta no existe. No hay una cinta de colores al final del camino, ni una copa dorada y una botella de champán esperando por nosotros para festejar el logro. Es la senda, es el camino, es la verdadera siembra lo que importa.
Descubrir cuáles son las semillas que queremos plantar, confiar en que habrá una buena época de lluvias y olvidarnos de la cosecha pensando en que otros recogerán lo sembrado es la clave para alcanzar la liberación. Entonces ya no nos importarán tanto nuestros logros, nuestra posición social. Todo cuanto somos físicamente acabará enterrado o quemado. Tal vez sea esa la mejor lección de humildad que la mayoría de las personas no terminan de aprender. Si lo único que dejamos tras nosotros al marcharnos es la huella de nuestra participación en el juego, va a ser verdad que lo importante es participar.

Germán Vega Contributor
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