—Su Pálido con Coca Cola, caballero—me anunció el camarero de camisa hawaiana, pantalón corto y chancletas.
—Muchas gracias—lo recogí encantado mientras podía disfrutar desde mi hamaca de una visión de ensueño.
A mi lado Merche, mi mujer, no lograba borrar de su cara la sonrisa que se le había encajado desde que nos anunciaron “las vacaciones sorpresa para dos personas” que me habían correspondido. En la envuelta de un paquete de chicle cutre, de los que habitualmente consumía, venía la posibilidad de rellenar tus datos y mandarlos a una dirección, que todo el mundo pensaba sería una nueva forma de engañar al personal, para entrar en un sorteo. Fue echarla al correo y en cuarenta y ocho horas estaba premiado y citado en otras tantas a la entrada del aeropuerto. Todo exprés.
Al llegar allí, nos recibieron dos representantes de la marca, cogieron nuestras maletas, nos pidieron los móviles y lo arrojaron todo a un camión triturador de basura de su propiedad.
—Ya nunca más necesitarán nada del pasado—nos anunció solemne uno de ellos, trajeado en negro, ante nuestra absoluta perplejidad—. Síganme, por favor— nos invitó sin darnos respiro con un gesto de su mano, lo cual, lejos de asustarnos, nos hizo compartir miradas y recuperar sonrisas nerviosas a la vez que divertidas.
Nos pasaron por una entrada VIP, sin aduana, controles, ni nada que se le pareciese y nos montamos en un jet privado rumbo a lo desconocido. Durante las casi doce horas que estuvimos en el aire dispusimos para nuestro uso de una gran suite con todo tipo de detalles: cama king size, vestidor con ropa variada y exclusiva de nuestras tallas, un pequeño salón para bailar, comer, pantalla de videojuegos, cine, jacuzzi y atendidos en todo momento por dos encantadores jóvenes que nos cocinaban, preparaban cócteles, aperitivos o cualquier capricho que se nos ocurriese.
—Bienvenidos a su verano ideal—fueron las palabras que otro señor de negro, de gesto risueño, pronunció nada más bajarnos del aerotaxi—. No se preocupen por nada, no se pregunten nada, no hagan nada que no sea vivir la experiencia. Está todo perfectamente organizado y lo único que importa es que lo pasen bien.
Con solo el atuendo que más nos había gustado de los del avión y flotando en una nube que no nos creíamos ninguno de los dos, subimos sin pensarlo en una limusina Lincoln Continental rosa que nos paseó por avenidas pobladas de impresionantes casas coloniales, con abundantes zonas verdes, pájaros y apenas tráfico. La mayor parte del trayecto lo hicimos de pie, sacando medio cuerpo por el amplio techo panorámico retráctil mientras brindábamos con un cóctel Shirley Temple.
Fijándome en Merche, y ella en mí, nos encontrábamos más guapos, más jóvenes, más atractivos. No lo decíamos, pero intuíamos que aquel viaje nos estaba cambiando y no queríamos que aquello parase. Éramos dos adolescentes en un parque de atracciones que se dejaban atrapar por tanto estímulo.
No fueron pocos los lugareños que esperaban a lo largo de nuestra ruta, o paraban lo que estuvieran haciendo, para saludarnos efusivamente a nuestro paso. Muchos de ellos también reiteraban la frase “mucha suerte y aprovéchenlo” que no acabábamos de comprender.
“El Hotel de la Historia” rezaba en unas letras luminosas, a más de cincuenta pisos de altura, visibles desde bastantes kilómetros antes de llegar.
—Estamos llegando a su destino—anunció el chófer por una megafonía interna—. Les deseo una feliz estancia.
Una ciudad hecha hotel fue la que nos recibió en cuanto pusimos nuestros pies en la alfombra roja desplegada para las visitas ilustres. Más de cincuenta rascacielos que se perdían de la vista con casi un centenar de trabajadores formando un pasillo de recepción desviviéndose por ser amables en nuestra llegada. Todo muy extraño, pero era nuestro premio, ¿para qué regatearle dudas a esa cascada de placeres?
—Piso 49, Gran Suite Principal, con acceso a mirador y piscina privados en la última planta—anunció el conserje que nos acompañó por el ascensor exterior y al que apenas hicimos caso durante el trayecto por estar admirando todo lo que aquel complejo abarcaba: incontables piscinas comunes, campo de golf profesional, instalaciones polideportivas con monitores particulares, kilómetros de playa exclusiva para clientes en donde había infinitas posibilidades de pasar el tiempo con excursiones organizadas en yates, a caballo, en moto acuática o de carretera, por supuesto kayaks, surf, un centro comercial de marcas de alto standing, en definitiva, una ciudad de lujo en donde aquellas torres de viviendas deberían acoger a quienes quieren disfrutar de unas vacaciones de lujo con su intimidad garantizada.
—Doña Mercedes y Don Luis, todo un placer—nos saludó al entrar en la habitación el mismísimo director con una reverencia que nos sorprendió a ambos—. Esperemos que estén al menos como en casa en este complejo que les recibe con los brazos abiertos—. Tras las presentaciones oportunas nos mostró todas las estancias de la misma para, antes de marcharse, con las vistas de vértigo que a esa altura se podía tener desde la terraza, citarnos para “la cena de bienvenida”.
Y en esa estábamos, haciendo tiempo para ese evento, mientras el Pálido refrescaba mi garganta y un mojito hacía su misión en la de Merche, cuando se acercó a nuestra vera un grupo de mariachis para dedicarle una canción “a estos eternos enamorados”, remató el cantante al que, para mi sorpresa, reconocí como Jorge Negrete en sus mejores años, aunque no podía ser.
Nos habíamos acomodado en una piscina con forma de guitarra en donde la mayoría de usuarios tenían aspecto de artistas relacionados con ese instrumento, lo cual, para un aficionado como yo, era un plus.
—Disculpe—llamé la atención de un joven que atendía un buffet de barbacoa al que me acerqué curioseando. Al darse la vuelta me encontré frente al mismísimo Elvis Presley que no paró de hablarme de las maravillas del lugar sin darme tiempo a reaccionar.
Miré hacia Merche y la vi de animada conversación con Amy Winehouse y Chavela Vargas. Incluso me saludaron todas alegremente como si aquello fuera normal.
Sentado en un taburete alto pude percatarme de que por allí pululaban conocidos músicos a los que yo daba por fallecidos, cada cual en su mejor estado físico. Era el lugar secreto donde todos estos personajes se mantenían ajenos a un mundo exterior en donde se les tenía por muertos.
—Ven, Luis, te enseño esto un poco—me dijo Michael Jackson mientras me echaba el brazo por encima de mi hombro con total confianza.
Me explicó que allí habían llegado todos por lo hecho en sus vidas. Era un premio eterno a celebridades que merecían tener su perpetuidad terrenal para ser recordados en cualquier momento, siendo muchas las ocasiones que se dejaban ver en la vida tal y como la conocemos, pero sin desvelar el secreto.
—¿Y nosotros qué pintamos en todo esto?—cuestioné confundido.
—Pues el ser la nota de normalidad dentro de este complejo galimatías—aclaró Michael sonriendo—. Os necesitamos para no volvernos más locos de lo que la gente se cree que estuvimos—y soltó una carcajada.
Paseamos por diferentes piscinas, con diferentes diseños y muy dispares ambientes. En una con forma de libro se concentraban Lorca tirándose en bomba a la piscina salpicando a Pérez Galdós que nadaba con manguitos mientras Bécquer estaba con su pluma en una tumbona escribiéndole un soneto a Emilia Pardo Bazán. En otra, con forma del Pentágono, personajes históricos como César debatía sobre fútbol con Napoleón a la vez que el Che Guevara y Lenin reían con las ocurrencias que María Magdalena les confesaba sobre ciertas galletas. Había muchas más: la de los deportistas, con Maradona bailando apretado contra Kobe Bryan; otras de famosos del cine como Robin Williams siempre sonriente, Marilyn Monroe peleando con los de mantenimiento para que repusieran su ventilador y Audrey Hepburn retando al ping pong al mismísimo Marlon Brandon; conocidos televisivos tampoco podían faltar, con Hermida, Iñigo o Larry King enzarzados en una partida de dardos que no parecía tener claro ganador. En definitiva, un interminable elenco de figuras de la historia de la humanidad que suponían el aliciente jamás soñado. Y todos cercanos, relajados, dispuestos a conversaciones más que interesantes para los que aún estábamos en la vida normal.
Impresionados ante tanta novedad, cada cual superando la anterior, nos vimos, sin apenas darnos cuenta, sentados a cenar en la mesa presidencial con el director del hotel. La sala tenía cabida para miles de personas, ninguna desconocida, al menos públicamente. Entonces se hizo un silencio sepulcral al levantarse nuestro anfitrión para dirigirnos unas palabras y dictar una sentencia que ya no tenía vuelta atrás.
—Mercedes, Luis—dijo con una copa en alto a la que todos correspondieron—, quiero daros la bienvenida al que será a partir de hoy vuestro nuevo hogar, vuestra nueva vida. ¡Brindo por ello!
Todos comenzaron a chocar sus copas llenos de felicidad por los nuevos ciudadanos, gritando nuestros nombres a modo de agradecimiento. Ya nunca más volveremos a nuestra anterior rutina, al trabajo, a pensar en llegar a final de mes. Se acabaron los problemas.
En medio de todo aquel jolgorio, de caras sonrientes, de abrazos desconocidos, de gestos complacientes, de vivas a todo y nulos “abajos”, de ego elevado sin saber motivos, en medio de todo aquello, repito, miré satisfecho a Merche y tuve miedo de que aquel no fuera mi verano ideal, sino todo lo contrario.
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