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La moral

Aquel no usa su moralidad sino como si fuera su mejor ropaje
estaría mejor desnudo.
BLAISE PASCAL, matemático, filósofo y escritor francés.

¡Ay de la moral!, ese conjunto de normas y costumbres consideradas idóneas para dirigir el comportamiento de la gente. ¡Ay de los moralistas! ¡Ay de la doble moral!
Cuando alguien me habla de moral, lo primero que me viene a la cabeza es la célebre frase atribuida a Groucho Marx: «Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros», que, según un artículo de Gerardo Macías publicado en el Diario de Sevilla, apareció por primera vez en un periódico de Nueva Zelanda en 1873 bajo la forma de «Estos son mis principios, pero, si no le gustan, yo los cambio». Sea como fuere, la frase refleja la idea de que existe una moral para cada persona y que incluso una misma persona puede tener una doble moral en algún momento de su vida.
Suele identificarse la moral con la ética, aunque, en realidad, son conceptos diferentes. La ética se centra en los principios y valores que deben regir una sociedad, mientras que la moral está definida por las prácticas y costumbres establecidas según los valores vigentes. La ética pretende la construcción de valores absolutos y perdurables en el tiempo. La moral, en cambio, está compuesta por valores relativos y variables como veremos a continuación.
Decía Inmanuel Kant que la moral es la ciencia que enseña, no cómo hemos de ser felices, sino cómo hemos de llegar a ser dignos de la felicidad, como si esa felicidad solo estuviera reservada a los ciudadanos moralmente buenos, que el filósofo alemán distingue de aquellos hombres de buenas costumbres. La diferencia principal entre ambos, según Kant, estriba en que la ley no es el motivo impulsor supremo de las acciones para el hombre de buenas costumbres mientras sí lo es para el hombre moralmente bueno.
Pasando de puntillas por el imperativo categórico kantiano, la moral como tal existe desde el momento en que el ser humano convive en colectividades, es decir, desde que se convierte en un ser social. La moral colectiva sustituye al instinto individual primitivo, creando normas de comportamiento dictadas supuestamente en pos del bien común.
En el mundo antiguo, el excedente de producción y la aparición de la propiedad privada originó las primeras desigualdades entre las personas haciendo posible nuevas formas de relacionarse y favoreciendo la aparición de la esclavitud. La moral se dividió en dos, y la del hombre libre se impuso entonces a la moral del esclavo. Aristóteles, por ejemplo, afirmaba que era la propia naturaleza la que dividía a los hombres en libres y esclavos. Según Platón, sólo quien logre el conocimiento de lo que él llama «las ideas perfectas» tendrá la cualificación adecuada para dirigir la organización política y moral de la sociedad, que es un modo de dejar el dictamen de lo que es moralmente aceptable a los «más sabios».
Durante la Edad Media, es el siervo el que ocupa el lugar del esclavo a través de una relación de vasallaje con el señor, y la moral de esta época prohíbe matarlos —¡cuánta consideración!—, ya que son considerados la base del sustento de los señores. No obstante, sí que se permite la imposición de todo tipo de castigos. Es esta una moral que alaba virtudes como el honor, la lealtad y el valor, y desprecia el trabajo manual. Con altas dosis de contenido religioso, es precisamente la religión la que da unidad moral a la sociedad. Es importante apuntar que, debido a la estratificación social de la época, existían igualmente códigos morales diferentes para cada estamento.
La aparición de la burguesía supone un nuevo cambio en la moral. Es la época de las grandes revoluciones liberales en las que se pretende identificar la libertad individual con la libertad del que posee los medios de producción. No debe sorprendernos que sea el proletario el que ocupe esta vez el lugar del siervo y siga aguantando estoicamente la moral de los fuertes que lo condena a la explotación y a la sumisión como única conducta posible. Marx y Engels se encargaron de poner de manifiesto que «cuanto más produce el obrero, menos puede consumir. Cuantos más valores crea, menos valor, menos dignidad tiene».
Esclavo, siervo, proletario… Uno se pregunta si a lo largo de los siglos no se repite la historia con distintos actores.
No mejoró demasiado la situación con la implantación del trabajo en cadena durante el siglo XIX. El taylorismo, y después el fordismo intentaron inculcar en la mente del obrero que este era parte de la empresa lo que suponía una moral ajena a los sentimientos de clase.
En cuanto a la doble moral de la que hablábamos al principio, Maquiavelo nos sirve de ejemplo de cómo podemos situarnos, según la conveniencia, a un lado o a otro del espectro. El filósofo italiano dice en El Príncipe:

«Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario.” “Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal» (El Príncipe, capítulo XVIII).

Lo que viene a decir Maquiavelo se resume en la frase que escribió Napoleón Bonaparte en la última página de su ejemplar de El Príncipe y que fue erróneamente atribuida al italiano: el fin justifica los medios.
Ya durante el siglo XVIII se debatía si las condiciones morales procedían del sentimiento o de la razón. ¿Cómo definir claramente qué es el bien y qué es mal? Hume lo resumía diciendo que aprobamos aquello que consideramos beneficioso y desaprobamos lo que consideramos dañino, pero eso nos coloca otra vez en la tesitura de definir qué es beneficioso y qué es dañino. Y de Hume volvemos a Kant, que defendió la moralidad como una expresión de la naturaleza humana que nos impone obligaciones absolutas.
Puede que no esté muy lejos de la verdad Nietzsche cuando afirma que la moral es la gran mentira de la vida, que el bien y el mal son relativos y dependientes de quien los defina, contraponiendo de esta manera la moral de los señores, que desprecian la debilidad y la cobardía, el miedo, la humildad y la mentira, frente a la moral de los esclavos en la que prima la paciencia, la compasión, la igualdad y la dulzura. La única salida posible para el filósofo alemán es el nihilismo, vivir más allá del bien y del mal, dando lugar al nacimiento del Superhombre, liberado por fin de las cadenas de la religión y de la moral.
En un artículo publicado en 2013 en El País titulado «Los monstruos de la moral del siglo XX» y cuyo autor es Sergio Delgado Salmador, se exponen las conclusiones del filósofo inglés, Jonathan Glover, sobre la debilidad moral del siglo pasado que no fue capaz de frenar el auge del nazismo, del estanilismo ni de las dictaduras orientales. Dice Glover que «el régimen nazi de Hitler hizo una lectura particular de las ideas de Nietzsche. Según los nazis, el intelectual apostaba por la supervivencia del más fuerte, ignorando así a los más necesitados»; una peligrosa corriente de darwinismo social que elimina la empatía con los más desfavorecidos.
De todo lo expuesto, podríamos concluir que la moral está hecha por y para las personas y, por lo tanto, es maleable y cambiante, dependiente de las épocas, de las corrientes y de quien ostente el poder en cada momento. Supuestamente, debería existir una ley universal, como aquella a la que aludía Kant, cuyos preceptos sirvieran de máxima de obligado cumplimiento para todos, pero, en la práctica, los límites se difuminan y muchas acciones que a priori pueden parecer inmorales tienen una doble lectura.
Si consideramos que el mandato de «no matarás» debe ser, sin duda, uno de esos preceptos universales, alguien preguntaría cómo encajan la pena de muerte, la legítima defensa o la eutanasia. Y tendríamos que preguntarnos si en algunos de estos casos el fin justifica los medios.
Entre el determinismo y el relativismo debemos buscar un punto medio que garantice el mayor entendimiento entre nosotros con la vista puesta en el bien común. ¿Qué es el bien? Esa es la gran pregunta que pide a gritos una respuesta convincente para todos.
Parafraseando a Michael Jackson, ¿qué tal empezar por el hombre del espejo? Creo que, al contrario de lo que la historia nos ha enseñado, la verdadera moral debe tener en cuenta a los necesitados, a los más débiles, a los que no tienen voz, a los que esperan la solidaridad de los demás. Eso nos garantizaría al menos un mínimo de empatía. El ponernos en el lugar del otro. Juzgar menos al prójimo y estudiar detenidamente nuestro propio reflejo en el cristal. Dime, ¿te gusta lo que ves?

Germán Vega Contributor
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