Terminé mi anterior artículo citando a Wordsworth, uno de los más grandes poetas románticos, y pensando ahora en él he sentido nostalgia. ¿La razón? Miro a mi alrededor y veo una abrumadora invasión de escenas que hacen referencia a la pasión sexual: desde anuncios de coches o perfumes hasta películas de la más diversa índole, pasando por novelas, relatos o incluso escuetos poemas. Los protagonistas de esos anuncios tienen cuantiosas horas de gimnasio en su haber —y en su cuerpo apolíneo, claro está— y se lucen en la pantalla o en la revista como si tal esbeltez fuese precisa para adquirir un producto o bien el premio al adquirirlo. Del mismo modo, gran parte de la literatura y del cine actual parece quedar vacía si no se añaden párrafos o imágenes explícitas, un erotismo que roza la pornografía.
Ahora bien, ir por la vida alardeando de ser romántico resulta obsoleto y anticuado. De hecho, he oído a más de uno admitir que es romántico y urgentemente dar paso a la explicación de que «soy chapado (o chapada) a la antigua» a modo de excusa, como si fuera algo de lo que avergonzarse, el trazo de un estigma que se aferra a nuestro corazón, resistiéndose a morir. Qué lástima, ¿verdad?
Digo “lástima” porque, por un lado, creo que el amor y el romance indiscutiblemente albergan un hueco en la mayoría de seres humanos y, por otro, me declaro en voz alta y sin vergüenza alguna una romántica empedernida. Romántico no es sinónimo de asexual. La pasión amorosa y la pasión sexual pueden ir —y de hecho van— de la mano aunque muchas mentes no lo quieran admitir.
Por eso mismo hay quien se enamora en secreto del lenguaje sutil y elegante de cierto escritor, o que en la resguardada oscuridad del cine no reprime sus lágrimas ante escenas emotivas. Por eso mismo hoy día la gente se siente vacía. Somos víctimas de una sociedad que inculca una clara búsqueda del éxito a nivel físico: laboral y económico para rodearnos de artículos materiales, estético para ser mirados y admirados. Pero detrás del dinero y la belleza se esconde el ansia de algo etéreo, intangible y, en muchos casos, no sabemos qué es. Sólo sabemos que sentimos un vacío. Unos intentan llenarlo con una tendencia religiosa, otros con meditación o con diferentes prácticas espirituales como el yoga o el tan popular mindfulness… como si decirlo en inglés sonara mejor. En resumidas cuentas, para alcanzar la plenitud debemos ceder espacio tanto a las pasiones altas como a las bajas, alimentando cuerpo, mente y espíritu a la vez.
Ahora se recomienda abrazar un árbol —que conste que yo los abrazo— cuando esto es algo que no debería haberse dejado de hacer nunca porque somos parte de la naturaleza y ella es parte de nosotros. Se recomienda la relajación a través de la meditación, cerrar los ojos y mirar hacia dentro; tomarse unos instantes para respirar, vivir más despacio.
Y la gente lo disfruta; sin lugar a dudas se beneficia con ello. Tenemos ese hueco vacío, esa ansia por lo espiritual. Llenémoslo, por favor. Llenémoslo con el tronco rugoso de un árbol, con el trino de los pájaros, con las gotas de lluvia en nuestro rostro; llenémoslo con benevolencia, altruismo, con ese romanticismo oculto y con amor.
Me encantó este artículo, Ángela. ¡Enhorabuena! Brindo por el romanticismo y por columnas como esta. ¡Chin, chin!