Haber crecido en los ochenta tuvo sus ventajas. Es cierto que son pocas pero es de lo que uno puede seguir vanagloriándose en cualquier conversación de ocasión. Tener cinco años en 1989 sin que nadie esté sacándote fotos todo el tiempo y que tus miserias cotidianas no aparezcan publicadas en ninguna red social, es un alivio. Y la alegría de saber que cada tarde podemos ver el Batman de Adam West corriendo por las calles de la colorida ciudad Gótica, por el canal nueve, es otro de sus alicientes que podría numerar junto con unos pocos, pero creo que ya se comprende la idea.
De esa época recuerdo, también, a la abuela, viviendo en la vieja casona sobre Avenida Libertador; construcción que ya no existe, como muchos de los antiguos solares que ocupaban esa calle, cuando el barrio no había crecido tanto y las calles de empedrado tenían un sabor especial a juegos durante la hora de la siesta. Una casona que, a mis ojos infantiles, parecía un palacio de infinitas habitaciones vacías, como los misteriosos lugares de los cuentos llenos de fantasía, con una leve cortina de polvillo en el aire y la certeza de que nadie había penetrado en ellas en mucho tiempo, que mis pasos abrirían caminos que solamente la abuela y yo conocíamos.
Sabía que, desde el tres de enero hasta el último día de febrero, cualquier cosa que se me ocurriera pedir, hacer, ver, decir, comer, romper y otros verbos similares, ella lo cumpliría, logrando que «Si se lo pido a la abuela, ella lo hace» fuera la frase que más repetía en el crudo marzo del regreso a la realidad de mi otra casa, la verdadera, la de mis padres, de la que aún ignoraba que podía escapar. De la que, sin embargo, nunca me iría por razones tan egoístas (al menos eso es lo que creía).
—Andate a vivir con ella —era la escueta e invariable respuesta que recibía de mis padres en esos momentos de rebeldía; tanto de día como de noche, los domingos antes de prepararme para la escuela o los viernes cuando las clases se terminaban dejando todo ese tiempo libre de los fines de semana en los que poco tenía para hacer más allá de esperar a que fuera lunes nuevamente y volver a ver a mis compañeros.
Nunca lo habría hecho, nunca me hubiera ido a vivir digamos, definitivamente, con la abuela. Nuestra relación era exclusivamente durante el verano, las vainillas y la leche chocolatada de cada tarde, la televisión en blanco y negro para jugar a adivinar los colores y correr por las calles del bajo a la par de los chicos del barrio que en cada verano volvía a conocer.
Hacíamos las cosas típicas de la temporada estival, visitamos cada heladería cercana a la casona, las que tenían nombres propios, el de los heladeros, según mi abuela, y nombres de fantasía, de lugares u otras cosas. Recorrimos todas las heladerías de San Fernando, al menos así lo creía en ese entonces, porque estoy seguro que ni siquiera conozco la mayoría de las que existen hoy en día. Y tenía mi favorita, por supuesto; el único lugar donde preparaban helado de sabor a turrón navideño durante todo el verano. Sé que parece una tontería, y que incluso puede muy bien serlo si tenemos en cuenta las cadenas de heladerías y los miles de sabores que proponen, pero me gustaba, era sabroso, de una manera que nunca he vuelto a sentir desde ese entonces y no creo que ello se deba a que mis gustos hayan cambiado tanto.
Sé que estoy idealizando una situación de mi infancia, que la mayor parte de los adultos lo hacemos cuando nos percatamos de lo incapaces que somos para regresar a ese pasado idílico; pero podía tomar helado hasta sentir que se me congelaba el cerebro o hasta que me doliera el estómago, lo que sucediera primero, que al día siguiente sería igualmente feliz porque podía repetir cuanto había hecho sin que nadie me dijera lo contrario. Sin que la edad, ni las responsabilidades, fueran un impedimento.
Si me detengo a pensarlo, hubiera podido vivir con la abuela, como decían mis padres cuando me encaprichaba con lo que no podían darme. Sé que lo hubiera pasado bien, porque cualquier cosa que ella hiciera era para que me sintiera cómodo y acompañado en esa casa tan extraña, tan cargada de recuerdos, tan llena de pasado. Le gustaba hablar y como en esa época la televisión se terminaba porque no transmitía toda la noche, sentía que la dejaba hablar porque me gustaba escucharla, lo cual puede ser que sea cierto en parte, pero también era porque allí no había nadie más con quien hacerlo. Era su única visita, se pasaba la mayor parte del tiempo hablando de gente que ya no estaba, que se había ido definitivamente, nunca de gente que la hubiera ido a ver, a visitarla o siquiera a llevarle una caja de alfajores de recuerdo de las vacaciones, nada. Ella siempre estaba sola cuando llegaba en enero, y así se quedaba cuando me iba.
Cocinaba de una manera espectacular, aun cuando casi todos sus enseres fueran viejos y magullados; las ollas abolladas y un viejo jarro enlozado que ni caso tenía intentar lavarlo. Eso sin hablar de la pava en la que calentaba el agua para los mates que tomaba cada mañana, una bola negra de tizne que sólo ella se atrevía a utilizar. La veo sentada en su silla de mimbre, con el respaldo vencido hacia un costado pero con las patas lo suficientemente firmes para aguantar el peso de su cuerpo, el mate amargo en una mano y la pava en la otra, nada más, mirando el escaso tránsito del verano cruzar San Fernando de norte a sur, lento y pesado como el calor de esos días, sobre el añejo empedrado.
La quería, a mi infantil manera. Sí, hubiera podido ir a vivir con ella en su casona, pero el solo pensar en pasar el invierno allí, sabiendo que usaría el colador agujereado para colar la leche caliente, era más que suficiente para desistir de mi idea, para abandonar cualquier capricho y quedarme en la casa de mis padres donde, al menos, teníamos un colador nuevo y nunca vería restos de nata flotando en el borde de la taza.
Claro que, la abuela, no tenía por qué saber todo esto, como, estoy seguro, nunca lo hizo.
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