Hay una observación preliminar que considero importante afirmar: «yo nunca estuve por debajo de la tutela de mis padres, sino muy por encima, velando por su convivencia y conciliación»; y, aunque nunca me lo reconozcan mis muy torcidos y distantes y cortos hermanos, mi gran victoria es la de que hayan llegado a viejitos sanos y salvos.
De mi madre (toda un hada), no quepa duda alguna; pues, desde la adolescencia, yo me dirigía a ella por su nombre de pila, y ella sabía perfectamente que era el gran centro del mundo para mí, por cuanto la amaba y me amaba; además ella siempre se me volcó incondicionalmente y a pedir de boca.
En cuanto a mi tan dependiente padre, la cosa es más compleja, pero no menos cierta.
A ver si consigo explicarme.
Yo me inicié muy muy joven (con apenas cuatro añitos en la tahona) y, a diferencia de para con mi hermano (con el cual sí que se permitió sus excesos de autoridad, de los que podría destacar algunos aberrantes ejemplos), mi padre siempre me respetó y habló como un adulto. Por ejemplo, con cinco añitos me habilitó una caja de cervezas como peana para que pudiese tomar la altura suficiente y ayudarle a pesar las piezas de pan en la balanza. Y recuerdo que cuando atinaba con la porción me decía «¡Muy bien, Luis! ¿Ves? ¡Carambola!». Con siete años ya me delegó la balanza y la formación de los panes con ayuda de la pequeña formadora de barras que adquirió. Con nueve, el control del obrador y con diez el manejo de la pala. Con trece años me quedé a cargo de la tahona durante una semana en que mis padres se ausentaron, eso sí con la ayuda de Marcelo, el molinero; y todo fue como la seda. De manera que mi padre supo creer en mis especiales dones para el oficio que a él no dejaba de jugarle sus sorpresas; porque mi padre no tenía vocación de panadero, sino de matemático y jugador; de manera que él nunca fue mi maestro sino que tal lugar lo ocupó la propia masa del pan, a la que yo percibía en sus evoluciones con total nitidez.
Yo advertía que a mi padre le afectaban sobremanera las cosas y que era muy inestable, y también que Dios me concedía los terrenos de la diplomacia y la picardía para conducirle. Y así, si yo, viéndole venir, presumía que si se iba a alterar, sabía sacarle un tema que le apasionase (por ejemplo, la explicación del funcionamiento de un motor de explosión, la segunda guerra mundial o las matemáticas) y eludir los que le ofuscasen (por ejemplo, sus recuerdos de la guerra civil que tanto le significó, pues perteneció a un reemplazo que Franco se aseguró durante seis años –desde sus dieciocho a sus veinticuatro, pues perteneció a la llamada quinta del biberón– para garantizarse la convivencia nacional en la posguerra).
A los diez años (o nueve y tres cuartos) fue cuando don Domingo, un joven profesor que estuvo un solo año en mi pueblo, se fijó en mí y me propuso para una beca que logró que me concedieran para irme a estudiar a la Universidad Laboral de Cheste. Mi padre entonces, acompañado de mi madre, me hizo llamar y, tratándome como un perfecto adulto, me preguntó si yo deseaba ingresar en la Universidad, a lo que yo le contesté que sí, y entonces él (en un perfecto acto de valor y confianza en mí y el Estado) me dejó marchar.
Lo peor para mí vino ya entrado en la mocedad, recién terminado el Servicio Militar, cuando le sucedí como empresario (y él, en un puro acto de filosofía muy egoísta, y también por aquello de ayudar en cuanto estuviese en su mano a su hijo predilecto, se me infiltró como polizonte en calidad de ayudante con derecho a voz y luego a voto). Este «luego» tuvo lugar cuando yo, viendo que el pueblo no dejaba de mermar demográficamente, decidí ampliar el negocio, trazando un plan asumible; y él, en un acto de pura arrogancia y soberbia me puso las cosas muy muy claras, dándome a elegir entre tres opciones:
a)–Deja las cosas como están (lo cual significaba para mí renunciar al futuro).
b).-Haz las cosas como yo digo (construyendo una nave anexa), y cuenta entonces con mi ayuda.
c).-Te largas de casa.
Acepté la opción «b» porque la «a» comprendía un suicidio empresarial y la «c» comportaba dejar a solas a mi madre con aquel desmedido hombre que era mi padre, y eso me superaba moralmente.
Le solicité ayuda a mi hermano mayor, quien vivía afuera, y éste me dijo: «¡ya sabes lo que hay!», y pasó olímpicamente de mí. Yo era el benjamín, el que, por designio, debía apechugar con toda la preliminar historia familiar arrastrada y en la cual no había militado.
Tomar la opción «b», además del sacrificio de toda mi juventud, comportó asumir una deuda desmedida –y bien se dice que puerco fiado, gruñe todo el año–, que me traería eternamente de cabeza, en cuanto no solo se trató de edificar la nave anexa (eso sí, con mi padre entregado al 100%), sino además renovar y modernizar toda la maquinaria.
El tema es que mi padre me concedió (pues fue toda una concesión) la nocturna soberanía absoluta del obrador, pero por las mañanas se ocupaba de acarrearme leña, hacerme la limpieza de la tahona y cuantos menesteres quedasen al alcance de sus manos: como obligarme a rendirle cuentas y tenerle al tanto de las novedades, quisiera yo como que no. Y considérese que yo ya estaba de lo más cargado de responsabilidades y tareas, y que cada día tenía que satisfacer la demanda de pan de mi cada vez mayor clientela.
Así durante quince años en los que no disfruté de vacaciones hasta que estallé y el destino de las mismas fue un manicomio durante todo un mes, donde se me diagnosticó mi hereditario desorden afectivo bipolar; de manera que huyendo del perejil, me nació en la frente.
Aquello le afectó en todo su corazón a mi padre, quien en un momento en que se quedó a solas conmigo me increpó, entre llantos, que por qué yo no era igual que los demás.
(Sería la única vez que vi llorar a lágrima viva a mi padre.)
Mi padre estuvo al pie del cañón hasta que, a los tres meses ingresó en el hospital, gracias a una cruel treta de mi hermana (que le abortó un viaje que pensaba hacer él solo a Barcelona para convencer a una peña quinielística de que usase un sistema de reducciones de apuestas de su invención en el que venía trabajando a escondidas desde hacía cuarenta años; y que con el pretexto de que los médicos querían darle unos consejos acerca de mi enfermedad se lo llevó al hospital, donde no más entrar le rodearon cuatro gorilas que le inmovilizaron y le pincharon hasta dejarle fuera de combate; también yo lloré mucho por él, al saberle ipso-facto reducido y viendo en un tris hecho añicos su alzado sueño, como diría él, «por culpa de una hija tonta»).
Desde que se supo que, como yo, también era bipolar, le perdoné todos y cada uno de sus excesos, y me alegré de no haberme enfrentado a las malas, tal y cómo tanto me reprochaba mi pérfido hermano.
El caso es que un día (yo postulo que por un efecto secundario de la medicación que le prescribieron), perdió la noción de la realidad mientras conducía su bicicleta y se estampó contra un coche en un cruce de calles; y desde entonces a mi padre le comenzaron a fallar sus piernas y, viendo que no podía ayudarme más, se jubiló de facto para dedicarse a leer y leer compulsivamente como tanto le gustaba.
(Hay una anécdota que explica su decisión de ir a ver a la peña quinielista catalana: resulta que la primera vez que mi madre jugó a la lotería de los ciegos le tocaron premiados dos cupones con un total de cinco millones de pesetas (que por aquellos entonces era todo un dinero). A él, jugador de naipes y dominó, le dio tal ataque de celos que se dijo «¡toda la vida jugando yo juegos de estrategia matemática y ahora va la mujer y pega un pelotazo en un juego de azar!».)
Tardé dos meses en hacerme de nuevo con las bridas de la empresa, y coincidió que entonces me instalaron la cámara de fermentación controlada, la cual me permitía elaborar el pan por la tarde en vez de como hasta entonces directamente por la noche. Lo cual me dio mucha calidad de vida, cosa que aproveché fundamentalmente para iniciarme en la escritura.
Sin embargo, ya era un poco tarde, por el montante de deudas arrastradas y mi incapacidad para llevar bien la administración de la empresa, en tanto yo no podía estar en todas partes. De hecho, os diré que, aún teniendo cada día dos repartidores en la ciudad de Cáceres, el 90% de la clientela la hice personalmente yo.
Dos años antes de vender la empresa a mis tres empleados me llegaron los dos grandes golpes de suerte de mi historia empresarial (pero ya era un poco tarde), pues dos panaderos (uno de Alcuescar y el otro de Casar de Cáceres) me cedieron sus redes de ventas en la ciudad, y uno me pasó catorce tiendas y el otro dos comercios y el Hotel Extremadura; con lo que mi producción se incrementó un tercio de la noche a la mañana, y como había tiendas que abrían los Domingos (día que yo me tomaba de descanso semanal), y por no perderlas, me vi obligado a trabajar sin descanso todos los días del año, con excepción de Nochebuena y Nochevieja.
Mis padres me amaban, me amaban mucho, muchísimo, y, a pesar de los pesares, yo también a ellos.
Y esa es grosso modo nuestra historia, la cual espero que os sirva para iluminaros y dejar claro que, a excepción de la sabia y marcial levadura, yo no tuve jefe jamás y que, durante toda mi vida, mis padres fueron mis tutelados, y no al revés.
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