Íbamos a Santa Cruz de Mudela en el Fiat Uno de mi padre. Las luces de las naves industriales y los restaurantes a orillas de una carretera nacional hacían más patente la negrura de la noche. El viaje para mí se hacía ya larguísimo. Mi hermana, en el asiento de atrás, junto a mí, dormía. En la radio del coche sonaban los casetes recién comprados de una banda callejera, un grupo de sudamericanos vestidos como indios que interpretaban canciones latinas populares.
La emoción del viaje era también la de un reencuentro. Sucedió pocas veces, ahora que lo pienso, pero de alguna forma lo recuerdo como una rutina. En la casa había timbre, claro que sí, pero nosotros llamábamos a aldabonazos y, si tardaban en abrir porque no se oía desde dentro, golpeabamos un poco más fuerte aguardando con paciencia. Abría el hermano de mi abuelo, Ángel, y su voz ronca resonaba en la oquedad del pasillo y por toda aquella casa inmensa: «¡Luci, ya están aquí!». Luci, su mujer, andaría por la cocina, al otro lado de la corrala donde estaba el pozo y un bosque de macetas. ¿Estaba el pozo allí?.
Las cenas de verano se ofrecían en aquel lugar, en una mesa dispuesta a lo largo del patio que yo recuerdo llena de gente: mis padres, mi hermana y yo; mi tío abuelo Ángel, su mujer Luci y el hijo de ambos, Ángel —que tiene algo de músico y algo de poeta bohemio en los mares de interior de Castilla—; unos amigos de Huelva que habían venido a pasar unos días y algún primo más del pueblo que se hubiera unido. Aquellas cenas eran abundantes en lo humano y en lo gastronómico, como las de las galias de Astérix.
Más allá, en el otro patio, había una habitación con aperos de campo y una bodega con unas tinajas ciclópeas. Recuerdo que en una ocasión por el patio había una gata que nos recibió haciendo alegrías a la manera de un perro. «Como es recogida de la calle —dijo mi tío Ángel—, la hemos llamado Expósita».
Había un punto mágico en el que la casa se volvía infinita: desde el vestíbulo se pasaba a un salón pequeño en el que cada día después de comer se sintonizaba Saber y ganar y los fines de semana por la tarde el partido de fútbol que se retransmitiera. (A mí entonces me gustaba ver los partidos del Real Madrid en Canal Sur narrados por Manolo Ladrón de Guevara. Cuando cambiaron al locutor, dejó de gustarme el fútbol). Pero os quería contar la magia de la arquitectura de la casa: de aquella sala de estar se pasaba a un dormitorio interior, en el que a veces dormía yo, y que a su vez tenía una puerta que daba a un cuarto de baño, que recuerdo amplio y en penumbra. A mí me daba miedo ir de noche, cuando ya todos estaban acostados. El cuarto de baño tenía otra puerta que daba a una especie de despacho, una habitación en la que recuerdo un escritorio con una pluma y un tintero que de niño me parecían obvios: cómo no iba a haber una pluma y un tintero cervantinos en aquella casa en las tierras de don Quijote. De aquel despacho se podía volver al vestíbulo, cerrando así un círculo sin fin en el laberinto umbrío de aquella casa de muros gruesos. A veces Ángel me mandaba a dar la vuelta y me esperaba escondido en alguna de las habitaciones para darme un susto.
Nos anochecía viajando. Es posible que no fuera demasiado tarde, pero yo creía que la carretera se hundía ya en las tinieblas de la noche. Hay una parte de la memoria —la más importante— que va más allá de los relatos y los álbumes fotográficos, que se refiere a las sensaciones y cuya verbalización es especialmente difícil. Poco sé de la noche, pero la noche parece saber de mí, escribió Alejandra Pizarnik.
Ahora llego a Granada en el último tren del día. Bajo algo aturdido. Te llevo en brazos a ti, porque has dormido las últimas horas del viaje y no te hemos podido despertar para bajar del tren. En el taxi que nos lleva a casa de tu abuela entreabres los ojos y pienso que tu cansancio viajero se debe mezclar con el paisaje urbano, como cuando yo veía desde el coche de mi padre pasar polígonos, bares de carretera y camiones insomnes. Es viernes noche, y ahora con el curso ya empezado ha vuelto la gente a la Gran Vía de Granada, hay tráfico por Reyes Católicos y sólo en el barrio de Cervantes, ya desierto, uno tiene la sensación de haberse internado verdaderamente en la madrugada. Quizás todas las noches corresponden a la misma época. Existen en su propio tiempo.
La casa para ti podría ser un laberinto donde guarecerse: preservamos la oscuridad de las habitaciones para que puedas recuperar tu sueño lo antes posible. Bebes un vaso de leche. Duermes. No sabrás distinguir de momento lo real de lo soñado.
Nunca vi a mi abuelo en Santa Cruz de Mudela, pero imaginé su vida allí —de una manera seguramente inexacta—, siguiendo el recuerdo de lo que él mismo me había contado. «Cuando venía visita, las gallinas se ponían contentas», decía, porque sabían que tendrían algo que picar en el corral. Quizás confunda ahora la forma del humor de mi abuelo con la de mi tío Ángel. Alguna vez subí con mi madre a pie a la colina donde está la ermita de San Roque. Pensaba que quizás allí, o no muy lejos, mi abuelo había cazado grillos de niño: «Orinábamos en el nido del grillo —explicaba— y esperábamos a que el grillo saliera para meterlo en la jaula».
Nunca me animó a cazar grillos, seguramente él sabía que era un entretenimiento de otra época, pero me lo contaba para distraerme. Recuerdo la voz de mi abuelo igual que recuerdo la de su hermano Ángel, las dos tan distintas y a la vez parecidas en esa forma de estar algo rasgadas a saber por qué. No sé si tú recordarás la voz de tu abuela que saluda en la madrugada granadina.
Vuelvo a Granada en la nocturnidad de los trenes. O es otro el que vuelve. En la ciudad reconozco el bullicio y el abrazo tierno de la madrugada donde habité hace unos años. Vuelvo a aquel Fiat Uno diminuto y viajero y vuelvo también quién sabe a dónde. Pero sobre todo, a la vez, veo ahora cualquier lugar del mundo por el que pasamos como ese sitio al que algún día, quizás, vuelvas también tú.
Entrañable y dulce relato de esos viajes que me traen recuerdos y de esa ermita que mas de una vez he visitado y contemplado sus inmensas vistas al paisaje abierto de La Mancha y Santa Cruz de Mudela. Enhorabuena .