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Instrucciones para renunciar a un sueño

Lo indispensable para renunciar a un sueño es tenerlo. Yo lo albergo. Me llegó la credencial ayer, miércoles. De manera que tengo un sueño en bandeja. Solo me resta firmar la credencial y el onírico viaje, tan real como la vida misma, dará comienzo en el acto. Un sueño de dos meses de duración, concretamente; allende en una muy prestigiosa universidad de la mayor megápolis del Nuevo Mundo, que yo valientemente elegí cuando rellené la solicitud, sin ver los peligros ni las dimensiones reales del compromiso.

Un sueño universitario, por tanto; y transcontinental. ¡Casi nada!

¡Un sueño que me podría enriquecer enormemente, si no se traducía en una pesadilla, que de todo podría suceder! ¿Y entonces qué? De no embarcarme, nunca lo sabría.

Puesto que de ella se trataba en todo grado, puse mi vida en balanza antes de determinar renunciar al colosal sueño brindado, en tanto éste tenía la insorteable capacidad de (para bien o mal) alterarla y llevársela consigo, e incluso, quién sabía, de terminar con ella. Era un sueño real, no de pacotilla. ¡Un sueño que superaba todas mis expectativas!

¿Una ocasión, una gran oportunidad única? ¡Sin duda!

Sabía quién era quien partiría, mas, de cuantas eran las posibilidades de la propia vida, no quien o qué versión de mí regresaría.

Mi ermitaña vida venía discurriendo desde hacía casi cuarenta años en una confortable y muy monótona torre de marfil, una burbuja sita en el pueblo que nací, en la que me daba a la vida contemplativa y la escritura literaria, y me he acomodado demasiado a ella.

¡Y de pronto! ¡Las credenciales para realizar el sueño sobre la mesa! ¿Las tomas o las dejas? ¡Decide!

Ciertamente no me daba ningún pavor renunciar al sueño, y optar por la continuidad de esta tan estrecha vida que me traigo, en tanto sí, y mucho, embarcame de lleno en él, como ahora me era del todo posible.

Optar por seguir explotando esta vida con mis ficciones significaba mantener a buen recaudo mi integridad, la cual se vería completamente expuesta de secundar el regalado sueño real.

Tendría que preocuparme, yo que soy tan torpe y tan abandonado, de resolver los preparativos del viaje, y, luego, venciendo aún más mi abulia, de la estancia; y tendría que comenzar, sí, a despedirme del lugar –me imaginaba desde mi decisión de seguir en las mismas, de no tomar por mis muchas cobardías aquel magnífico tren tan vivo y tentador como peligroso y prometedor.

Me imaginaba subiendo al espeluznante avión, la paciencia ida del considerable trayecto buscando distraerse, y apeándome allá, lejos –¡oh, qué horror!–, muy lejos de mi tierra, donde se suponía, me esperaría un desconocido para trasladarme a un hotel en el que –¡oh, qué suplicio!– no se me dejaría fumar.

¡De repente, ya en el hotel, todo es nuevo para mí, y yo estoy vivo y contándolo!

¡No, no, no podría ser! ¡No! Porque –lo tenía sumamente claro– de ninguna de las maneras me embarcaría en la realización de tan generoso sueño, que con creces me sobrepasaba como hombre rural y bipolar y que, de llevarse a cabo, inexcusablemente, significaría una verdadera prueba de fuego, un órdago a veras para mi siempre delicada salud mental, aun cuando, reconozcámoslo, fuere mucho, y en muy diversos órdenes, lo que, si por bien era, me pudiere reportar.

¿Y qué sucedería, pongamos por caso, si cerrase los ojos y firmase las credenciales y accediese a realizar el sueño tendido y todo me saliere bien? La sola aventura de haberlo vivido sería un señor triunfo que me depararía un considerable remanente de preciosa arcilla para mi tintero y Dios sabe cuántas avenidas cosas más. Sin duda, todo un tesoro, un parabién de la vida sin par, un regalo de mis ínclitas estrellas. 

¿Merecía la pena que me expusiese? ¿Y si, por ir por la lana, volvía trasquilado o ni siquiera regresaba o la palmaba? Había que contemplar el gran abanico de riesgos, ignorancias y peligros que el onírico viaje real comprendía.

¿No valía acaso más lo malo conocido que lo bueno por conocer?

¿Estaba acaso yo tan loco o, por el contrario, pecaba de cuerdo? ¿Por qué no me atrevía a agarrar la ocasión por la melena y decirle sí? ¿Qué cúmulos de miedos me paraban? ¿Qué me superaba?

Si el viaje me salía mal, lo lamentaría entretanto y, quizás, el resto de mis días, si es que me daban para contarlo. Si me salía bien, podía hasta darse el caso de que me cambiase para mucho mejor la suerte, el ánima y esta arrastrada vida que me traigo. ¿Quién sabía?

¿Era normal lo que me sucedía? Por momentos, me acobardaba, y por momentos me envalentonaba. ¿Qué hacer? ¿Optar por esta insípida continuidad de mis alicaídos días del más de lo mismo o por tomarme el revulsivo? Podía resolver lo que quisiere. Todo consistía no más que en formalizar, o no, mi firma en la credencial –algo que quedaba al alcance de mi mano– y… ¡Santas Pascuas!

Mi voluntad duda, sin decidirse; y yo estoy hasta la coronilla de darle vueltas y más vueltas.

Si la decisión es difícil es porque el sueño puede ser muy suculento, amén de arriesgado y total, dado que se fragua en un país muy lejano y la estancia es prolongada; también lo es por mi sedentaria cobardía y mi escaso espíritu aventurero.

¡Pero le diré que sí! ¡Que sí! Y si no, que no me hubiese escogido. Tal revulsivo puede venirme la mar de bien. Le diré que sí, poniendo mi vida al tablero, y… si por bien es, y regreso sano y salvo… ¡ya os contaré!

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