Yo no quería estar allí y, dadas las circunstancias, pensé que no debería haber ido: la cancela de la casa junto al río parecía cerrada; visto el jardín oscurecido, pensé que no había nadie o que quien hubiera no esperaba visitas a esa hora de la tarde; las ventanas junto a la puerta principal tenían las persianas cerradas. Ya habían cambiado la hora, anochecía y se añoraba la luz ausente de las farolas rotas sobre el mullido manto de hojas caducas de los plátanos de sombra. La única calidez que quedaba en la calle era la del local de la carnicería Nico y alguno más que aún permanecía abierto. La luz de la puerta de la iglesia brillaba débil al otro lado de la avenida aunque no había nadie en la entrada. Estos días en los que la lluvia amenaza, sin llegar a caer ni gota, o lo justo para ensuciar los cristales, mucha gente acude pronto a la holgura del pijama, al batín debidamente anudado o entreabierto con negligencia, a un caldo que hierve en la hornilla sin prisa, al brasero de picón que se atiza o a la chimenea humeante que llena las calles de los pueblos y de ciertos barrios del aroma de la madera quemada. Debería irme —pensé—, volver mañana, más temprano.
A la casa junto al río me había enviado mi madre. Tienen una bolsa de membrillos guardada para nosotros. Y qué digo. Dí que eres mi hijo y que vas a recoger los membrillos. Supongo que protesté por el encargo pero no tenía ninguna otra obligación que sirviera de excusa para no ir. Aún se podía decir que era principio de curso, el tiempo de la moral alta y la buena voluntad de estudiar bien que no se materializaba: los buenos propósitos. Hacía con cierta facilidad los deberes en los que se repasaba la sintaxis, el present perfect, el conjunto de los números reales y las proporciones entre triángulos —ya había dejado para después los temas de filosofía y de biología, la ley de Avogadro y la tabla de valencias—, y el resto de la tarde lo podía pasar leyendo u holgazaneando. Salí a la calle diciéndome a mí mismo que el lugar estaba cerca, que podía encontrarme con alguien, fumar un cigarrillo, cruzarme con la chica que me gustara entonces.
Creí que no había nadie en la casa y, sin embargo, al empujar la cancela cedió con facilidad y pasé al jardín. Era el comienzo de una novela: un hombre llega a la casa de un desconocido a una cita que le incomoda. Nadie cruzaba por el Puente Verde. Las sombras calladas de la tarde se volvían tinieblas a los lados de la casa. La mano dentro del bolsillo tocaba los dos últimos cigarros que me quedaban y el mechero Clipper, su rueda y su minúscula llave de regulación. En la novela que yo imaginaba el hombre que llama a la puerta apura el cigarrillo con una última calada —se decía así: “apurar” y “una última calada”— y desde dentro de la casa alguien ve la brasa del cigarro enrojecerse como un signo delator: se sabe descubierto, la hora ha llegado. Pero yo no estaba fumando allí —había un par de callejones en el barrio donde fumábamos en secreto los de mi edad—, sólo tocaba los cigarros dentro del bolsillo. Por entonces, los compraba sueltos, gastando monedas de cinco duros: unas monedas que tenían un agujero en el centro como los caramelos Chimos. Había tiendas en las que se vendía lo mismo una chuchería que el tabaco, los cigarros sueltos y los chicles de menta.
Me acerqué a la puerta y llamé al timbre. Nadie abría. Ya pensaba en volver a casa, decir que no había nadie, fallar en la misión pero volver. Insistí pensando que alguien saldría importunado, me vería a mí en la penumbra de la tarde, un chaval afeado por la adolescencia temprana con cara de pocos amigos, y se giraría molesto hacia una bolsa llena de membrillos o me diría que no, que a él nadie le había avisado del encargo, y yo tendría que irme avergonzado y recibir una reprimenda en casa: y por qué no lo explicaste, diría mi madre, si me conocen bien, si lo hemos hablado esta mañana. Yo giraba la rueda del mechero dentro del bolsillo, con suavidad para que no saltara la chispa, lo justo para notar su aspereza.
Por fin, un hombre de edad avanzada abrió la puerta desde dentro.
— ¡Ah, sí! —sonrió cuando le dije quién era—. Pasa, pasa, están aquí.
Dentro de la casa sonaba una música que yo no supe reconocer. Le seguí por varias habitaciones a oscuras. Él iba encendiendo algunas luces: parecía recién aterrizado en este mundo en el que ahora era de noche, como si acabara de llegar a aquella casa sumida en la negrura del barrio. Llegamos a una pequeña sala de estar. En la librería sonaba el equipo de música, cerca de la ventana había un sillón y, junto a él, una mesa de camilla sobre la que alguien había dejado abierto un libro grueso encuadernado en piel cuyo título no recuerdo. Se agachó para coger una bolsa de plástico junto a la librería: en su interior repleto brillaban como pepitas de oro los membrillos.
— Aquí están. — Me los acercó, se lo agradecí y me fui de allí.
Salí al jardín y luego a la calle y, en lugar de volver a casa, rodeé el edificio de la Estación Experimental. Las calles estaban desiertas. Saqué uno de los cigarrillos y lo llevé en la mano durante unos minutos antes de echármelo a los labios y prenderlo. Aspiré el humo de la primera calada y lo expulsé lentamente —así se hacía en las novelas que yo leía entonces—. El humo formó a mi alrededor una nube densa, el preludio de las nieblas que estaban por llegar. Me sucedía a veces que el cigarro me aburría hacia la mitad pero yo seguía fumando, no sé por qué. Al principio no vi a nadie en el callejón a oscuras, pero al poco, como quien se interna en un pasadizo aún más oscuro y tiene que dejar que los ojos se acostumbren, vi bajo una farola rota cómo se encendía un cigarro, la chispa del mechero como un estallido minúsculo y una llama que prendía vigorosa para luego empequeñecerse. Creí ver también el gesto de su boca aspirando. Allí, como apostada en el palo mayor de un barco varado, rodeada de humo y penumbra, estaba ella.
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