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Vuelo hacia la libertad

El sudor frío recorría todo su cuerpo. No eran pocas las gotas del mismo que salían despedidas a ninguna parte por el temblor generalizado que atenazaba a Sonia. Sus ojos miraban fijos al abismo que tenía ante sí mientras mantenía una postura clásica del que mantiene el equilibrio: piernas flexionadas, brazos abiertos, músculos agitados controlando un mal paso y respiración acelerada por una boca que expelía aerosoles de saliva excesiva producto de la tensión del momento.

Faltaba el final, la escena última que cerrara el plan milimétricamente trazado por ella. “Había que cumplir con todo una vez empezado”, se repetía. Y ese era el clavo ardiendo al que sujetaba su afán por seguir adelante evitando el pánico a las alturas que siempre tuvo.

Hacía unos meses que la decisión estaba tomada, por desagradable que pareciera. Ahí arrancó su venganza fría y calculada.

Eligió primero a Martín, un antiguo compañero de clase que le hizo la vida imposible en el colegio. Muchos años soportando lo de “subnormal” por su carácter retraído, “tullida” por la cojera de nacimiento o “malfollá” por su poco éxito con los chicos. Sorprendido cuando Sonia entró en su bufete de prestigioso letrado, después de tantos años sin verse, apenas pudo preguntar a qué venía aquella visita. Con una agilidad impropia de una persona con minusvalía, pero lógica en quien tiene ya un entrenamiento previo, se plantó en dos cojas zancadas a un metro del confortable sillón de despacho en donde estaba el acosador. Sin abrir la boca descargó un hacha de podar, suficientemente afilada, en mitad de su frente, entre sus ojos extremadamente abiertos, aterrados de lo que no llegaron a entender. Ignorando por completo los espasmódicos movimientos de aquel cuerpo mortalmente herido, limpió en la solapa de la chaqueta la hoja del arma y salió cerrando tras de sí la puerta del despacho con una sonrisa que llevaba tiempo guardada.

La segunda deuda la pagó Félix, un vecino del bloque de toda la vida que disfrutaba con las escenas de pánico que Sonia sufría cada vez que la acosaba sexualmente en las zonas comunes del edificio. Todo empezó siendo ella una niña y ahora, con más de treinta que ya tenía nuestra protagonista, persistía de vez en cuando a pesar de ser ya un gentil anciano de cara a los demás. No hace falta llegar a la violación para someter a una persona a vejaciones puntuales que acaban anulando a la víctima. Y más si nadie te cree, si no tienes testigos ni pruebas que te apoyen. De eso se encargaba el “bueno” de Félix.

Tras lo de Martín, Sonia esperó paciente en el portal hasta que vio salir a Carmen, esposa de Félix, a la hora prevista para ir a la peluquería. Su andar pausado y su afición al chisme le aseguraban tiempo de sobra para lo que había programado. La saludó educadamente y subió a la tercera planta sin perder un segundo. En el instante que Félix abrió confiado de creer que su esposa había olvidado algo notó una mano enguantada que le cerraba la boca a la vez que lo empujaba hacia atrás. El miedo en su mirada apenas duró un suspiro, pues la esquina de un pilar del pasillo hizo su trabajo al desnucarlo con la violencia del choque contra el mismo.

Sin abandonar la sonrisa maliciosa que había estrenado con Martín, amputó con dos rápidos y precisos golpes ambas manos, para rematar la faena con un seco hachazo en su entrepierna que supuso habría roto los “cascarones”, como se decía a sí misma burlándose del acosador.

—Se acabó el tocar y el tocarse, hijo de puta —se despidió en susurro dejando tras de sí un cuadro gore de difícil comprensión.

Caminó por la calle  fascinada con la luz del atardecer. Poco a poco la noche caía en la ciudad y las escasas personas con las que se cruzaba por la calle nada podían imaginar que aquella treintañera, de cara risueña y andar extraño, llevaba la muerte guardada en el bolso.

—Ya quedan menos —celebraba feliz.

Rosa, su jefa, bien podía haber sido la primera, pero la lógica del recorrido más natural de los ajustes del día la había relegado a esa tercera posición. Sabía que a esa hora la boutique estaría cerrada, sin clientes ni compañeros de trabajo, pero con ella en la trastienda cerrando caja y agarrando el dinero que no se merece. Tras muchos años, demasiados, esclavizada en el corte y confección a medida que tanta fama y prestigio le había dado a aquella bruja, esta le había regateado hasta el día de “asuntos propios” que le solicitó Sonia para realizar hoy “unos encargos”.

—Te lo descontaré del sueldo —le había soltado sin miramiento alguno—, que lo sepas. A ver si vas a ir ahora de estrellita y holgazaneando lo que no te puedes permitir.

Al ser encargada tenía la ventaja de poseer un juego de todas las llaves del comercio. Así, no le fue complicado entrar sigilosamente por una puerta trasera, empuñar su cortante “amiga” y encarar el saludo tosco que le brindaba Rosa, sin llegar a visionar la cuchilla, a la vez que seguía contando billetes. La cabeza rodó varios metros con el gesto de la cara concentrado en las cuentas característico de la usurera.

—Desde luego que el afilador ha hecho bien su trabajo —se felicitaba Sonia contemplando el manantial sanguinolento que yugulares y carótidas formaban desde el cuello cercenado.

Arrancó un billete de 50 euros limpio de sangre que había entre los dedos de la muerta, el mismo que dejó caer, minutos después, en la funda de guitarra de Johnny, un buscavidas que siempre estaba tocando en la Plaza Larga.

—Nunca dejes de tocar —se despidió de él mientras lo escuchaba continuar con la canción de siempre—. Hoy tengo trabajo. Otro día —le respondió a la invitación de quedarse allí un rato.

La última deuda pendiente era sin duda la más dolorosa para Sonia, pero era necesaria ajustarla. Dani realmente la había querido. Y ella a él. Con locura, como a nadie, pero su fallo fue el error que desencadenó todo este plan.

Podía vivir con la burla; se había hasta cierto punto inmunizado en silencio a los acosos sexuales; toleraba los excesos laborales como algo rutinario. Pero la traición de sus sentimientos, la deslealtad de pareja, la destrucción del mundo, su mundo, de los planes prometidos, de las promesas planeadas, de la confianza perdida… ahí ya dijo: “Se acabó. Pero se acabará todo, y todo se cerrará conmigo como juez y verdugo”.

Ahora Dani yacía a su lado, en el adoquinado del Puente de los Enamorados ¡Menuda ironía! Boca abajo, sin respirar. Con la temible hacha hundida en su espalda que ahí se quedará. Fin de su misión con resultados inmejorables. Habían quedado tarde, como otras veces, para hablar como los amigos que se suponen que eran tras una ruptura traumática con Elisa como factor desencadenante. Para esta quedaría el dolor de una vida sin Dani, mucho peor que un final ensangrentado.

Sonia tensó sus músculos, estirando piernas y brazos, queriendo abrazar el mundo. Estaba feliz. Había ajustado cuentas pendientes, juzgado,  condenado y aplicado la pena.

A un paso de su libertad faltaba el vuelo hacia ella. Creía que le faltaría el valor, que no encontraría sentido a su decisión llegado el momento. Pero no. Era una decisión desagradable pero dulce a la vez. La guinda a un día de emociones fuertes en donde no había tenido ningún percance que arruinara su plan.

Comenzaron a oírse de lejos sirenas de policía que cada vez se acercaban más. Sonia ni miraba por dónde pudieran venir porque sabía que ya nadie la podía parar. Sonrió, soltó una pequeña risotada y terminó carcajeando a gritos segura de sí misma como jamás había estado. Se sentía fuerte, poderosa, superior a sus víctimas y completamente dueña de su vida.

Chirridos de frenazos a sus espaldas de varios coches no impedían que ella gozara de su triunfo. Oía gritos de “¡Alto, policía!” “¡Quieta, no se mueva!” “¡Bájese de ahí despacio!”. Tonterías. Gilipolleces como tantas había oído en su vida. Allí en lo alto del muro de piedra que hace de barandilla a lo largo del puente ella era la reina, la que mandaba. Y se reía como una demente en pleno delirio.

—¡Adiós, mundo cruel! —susurró entre risas burlonas—. ¡Nos vemos en el infierno!

Dicho lo cual saltó hacia delante como el ave que ensaya su primer vuelo. A cámara lenta pudo ver cómo el aire tomaba velocidad por su piel en su recorrido hacia el vacío. Su vuelo hacia la libertad no había hecho más que empezar. De eso estaba completamente segura.

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