Hoy vengo a hablar de un asunto que me está causando un quebradero de cabeza desde hace varias semanas, sin lograr discernir la respuesta correcta; tal es mi curiosidad al respecto que incluso he tratado el tema con un estudioso de la mente humana, un psiquiatra, quien me ofreció una solución de lo más ambigua y que detallo más abajo.
Permitidme exponer el origen de mi intriga. Publiqué una primera novela en la cual pretendía conscientemente mostrar una parte de mi psicología, aquella en la que había evolucionado de forma positiva gracias a varios factores: la escritura, el chikung y mi propio espíritu de superación. Jamás tuve la intención de exhibir públicamente el dolor que sentí cuando —siendo yo adolescente— mi madre abandonó este mundo para siempre, en cuestión de horas y sin previo aviso, ni la soledad que me embargó aun quedándome con mi padre y mi hermano y, sobre todo, ese sensación de estar de más, de ser una pieza sobrante en el tablero, una pieza con la que nadie sabe qué hacer pero que no pueden desechar porque todavía es menor y dependiente.
Nada de eso quise presentar. Fue una amiga de la infancia que conoce mi alma como si fuéramos hermanas, mi querida Merche, quien me desveló aquellos rasgos de la protagonista que estaban íntimamente vinculados con mi sufrimiento de antaño. Los sacó a colación en una reunión distendida, convencida de que se habían incluido en la novela a conciencia, mientras que yo —asombrada— asentí cobardemente sin atreverme a admitir que habían sido producto de mi subconsciente.
Hay una segunda novela a punto de ver la luz, una historia sobre las complejas inseguridades que sufren los adolescentes, así como el miedo a dirigirse o siquiera pedir auxilio al mundo adulto. Tenemos frente a nuestros ojos una nueva heroína de tan solo trece años, quien sospecha de la atracción inmoral que siente su vecino por las menores, una despiadada realidad que se revela de forma paulatina en forma de pesadillas hasta descubrirse por completo, cayendo como una pesada losa y provocando un tremendo impacto psicológico sobre la protagonista. No temáis, no trato de hacer publicidad indirecta de mis trabajos, sino aludir a una cuestión mucho más profunda que posiblemente os haga reflexionar.
Aquí hago un inciso para añadir que de niña sufrí un desagradable incidente que durante más de cuatro décadas he calificado de indescifrable. Los detalles del mismo son irrelevantes; tan solo diré que era tan pequeña como para que mi mente ocultara esa vivencia en un rincón, como el que barre y esconde la suciedad bajo la alfombra Infinidad de veces he observado esa alfombra de reojo con angustia, sin osar levantarla; no obstante, independientemente de mi deliberada desatención, la inmundicia ha permanecido en el mismo sitio —pacientemente a la espera como un cocodrilo— hasta que la he limpiado.
Apenas hace cuatro semanas, en una de mis noches de insomnio, me sorprendí meditando de nuevo acerca del desconcertante “incidente”, puesto que mi mente ha retomado ese cabo suelto de mi niñez infinidad de veces tratándolo como un acertijo que tarde o temprano habría que resolver. Con la mirada clavada en el techo inmersa en la oscuridad de la habitación, la solución se presentó ante mí en forma de secuencia de imágenes como una perturbadora película. Más de cuarenta años después percibí nítidamente las facciones, la marcada expresión maliciosa, el entorno, mi incomodidad. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo no lo había relacionado antes? Me falló la respiración y, jadeando, víctima de un ataque de ansiedad, me incorporé horrorizada. Exactamente lo que le sucede a Ímogen, la protagonista adolescente de mi segunda novela, escrita hace apenas año y medio.
Ahora me detengo y cuestiono si lo que escribo alegremente convencida de que es ficción, orgullosa de tener una imaginación desbordante, es en verdad producto de mi subconsciente. Desde el punto de vista de mi conocido psiquiatra, quizá mi mente cree que es hora de soltar lastre y ha hallado en mis escritos el modo de hacerlo; se encargó de puntualizar la palabra «quizá» puesto que él es médico, no adivino. Continuando con la misma expresión dubitativa, quizá mi mano se encuentra amistosamente repartida entre consciente y subconsciente. O puede que ni una ni otra posibilidad sea determinante y quizá todo sea una extraña casualidad.
En cualquier caso, estos ejemplos han sembrado la duda en mi mente dejando la cuestión abierta de exactamente quién está al mando de la pluma, y admito —mal que me pese— que siento algo que se halla a medio camino entre el respeto y el temor cuando me siento ante la pantalla de mi portátil, poco convencida ya del origen intrínseco de mis próximos textos.
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