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La resurrección del conde de Orgaz

Un instante estaba sobre la mesa y al momento siguiente estaba en mi mano. Lo cogía como podía haber cogido cualquier otra cosa para matar el aburrimiento dándole vueltas: un cenicero —vacío, porque ya nadie fumaba en la casa—, el periódico del domingo anterior, su suplemento, el ejemplar de la última semana de la revista ¡Hola!

La vida es como un ir y venir de cosas en las manos de un niño. Veía olvidado el llavero de mi abuela encima de la mesa y lo cogía para mirar las llaves una a una. Repasaba con el dedo su filo en forma de cordillera, buscaba las diferencias entre unas y otras, iba descubriendo la forma exacta que activaba el mecanismo secreto de la cerradura. Pero sobre todo me detenía en la circunferencia del llavero en sí: en una cara, una inscripción que no recuerdo; en la otra, la imagen como galvanizada de un grupo de hombres que sostenían a otro. ¿Esto qué es, abuela? Ella respondía aumentando el misterio: El entierro del conde de Orgaz.

Vi El entierro del conde de Orgaz, el original, mucho tiempo después en un viaje escolar a Toledo. Los dorados de las ropas litúrgicas de San Esteban y San Agustín refulgían sobre el resto de personajes del cuadro, en su mayoría enlutados, algunos de ellos tan pálidos como el mismo muerto, Gonzalo Ruiz, señor de Orgaz, cuya negra armadura se confunde con el fondo tenebroso de la escena.

En el fondo, todo el cuadro parece orquestado para que miremos la mitra de San Agustín —o quizás era allí donde se me iba la vista—. Inmaculada, bordada en dorado, el extraño tocado de santos y papas a mi me recordaba un objeto mucho más cercano al mundo del que provengo: la mitra de la figura de San Cecilio que se puede ver en la una ermita construida en la propia muralla de la Alcazaba. Las reliquias de San Cecilio se encontraron en el monte de Valparaíso unos años después de que El Greco pintara El entierro del conde de Orgaz —hechos que no tienen ninguna conexión—. San Cecilio había sido martirizado en el año cincuenta y pico. A mis ojos, en la ermita se conservaba el recuerdo milenario de alguien asesinado con una brutalidad inabarcable. Al acercarse uno a la cancela que cierra la especie de cueva de piedra conglomerada sólo puede en principio ver negrura, algo de penumbra a la luz de unas velas, y la figura al fondo de San Cecilio, palideciendo perdido entre penumbras como si de una pintura de El Greco se tratara. Yo de niño miraba al fondo de la ermita desde la cancela cerrada convencido de que podría haber alguien en los recodos interiores, alguien o algo de una naturaleza maléfica similar a la que llevó a San Cecilio al martirio, o al menos la de quienes trataban con la muerte con la misma naturalidad que San Esteban y San Nicolás en el cuadro de Toledo. Sentía miedo pero no podía dejar de mirar dentro de la ermita. Esperaba ver algo que seguramente no estaba allí, que quizás ni siquiera existía.

En todo podía haber una aventura o un misterio. En la habitación donde dormía en casa de mi abuela, colgaba mi bata de invierno en un perchero que, en la penumbra de la noche, en esa oscuridad que nunca llega a ser plena, se convertía en un hombre de ropajes abrigados que me vigilaba mientras dormía, o mientras velaba aterrado al saberme vigilado en mi sueño. Pero yo no podía evitar abrir los ojos y observarlo, recorrer los pliegues de sus ropas, imaginar quién era o quién le enviaba y con qué siniestra intención. Aquella sombra inevitable aparecía y desaparecía por varios lugares de la ciudad y de la casa en que vivía entonces. Toda textura podía ser una distracción: la rugosidad del gotelé en la pared eran cordilleras nevadas vistas a altura estratosférica, las formas de madera del cabecero de la cama valían como carriles en los que imaginaba vehículos extraños corriendo en persecuciones imposibles. A veces la textura en sí era suficiente, recorrer con los dedos la suavidad de una pared lisa o de una sábana recién puesta, la piel del sillón en el que se sentaba mi abuelo y el tacto de un botón que decoraba el brazo y que me decían que no tocara porque se iba a terminar cayendo. 

La mirada de un niño es curiosa y la mano, atrevida, casi autónoma, responde a un impulso que no se frena ante lo ajeno. Cogía el llavero de mi abuela y le daba la vuelta a la historia. Descubrí un secreto. La pieza circular, poco más grande que una hostia, mostraba la imagen del cadáver del Conde de Orgaz, sostenido por San Esteban y San Agustín, este último casi cayendo sobre él. Pero aquella imagen cambiaba cuando se giraba el llavero: en el sentido de las agujas del reloj, el huesudo San Agustín yacía muerto con el conde cómodamente tumbado en su regazo; en sentido contrario al de las agujas del reloj, como queriendo dar marcha atrás al tiempo, el conde de Orgaz resucitaba y, erguido, cargaba al hombro con el cuerpo de San Agustín, que parecía quejarse de un fuerte dolor en el abdomen. Luego, me tumbaba en el sillón vacío de mi abuelo, la cabeza en un brazo y las piernas cayendo sobre el otro, la mano cerca del botón, mullido y aún resistente. En la imaginación daba vueltas el juego en el que la vida y la muerte cambiaban de lugar en las manos de un niño.

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