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Los dos poetas (I)

En la época en que comienza esta historia, la prensa de Stanhope y los rodillos distribuidores de tinta no estaban aún en uso en las pequeñas imprentas de provincias. En Angulema, a pesar de la especialidad que la mantiene en contacto con las tipografías parisienses, se seguía utilizando prensas de madera, a las que la lengua debe la expresión «hacer gemir las prensas», hoy caída en desuso. La vieja imprenta utilizaba todavía las balas de cuero, entintadas, con las que uno de los prensistas impregnaba los tipos. La plataforma móvil en la que se coloca la «forma» llena de letras, sobre la cual se aplica la hoja de papel, era aún de piedra y justificaba su nombre de «mármol». Las voraces prensas mecánicas han hecho hoy olvidar hasta tal punto este mecanismo, al que debemos, pese a su imperfección, los bellos libros de los Elzevir, Plantin, Aldo y Didot, que se hace necesario mencionar el viejo utillaje por el que Jérôme-Nicolas Séchard sentía un afecto supersticioso, porque desempeña su papel en esta pequeña gran historia.

El tal Séchard era un ex prensista que, en su jerga tipográfica, los operarios encargados de ensamblar las letras llaman un «oso». Sin duda el movimiento de vaivén, que se asemeja bastante al de un oso en la jaula, mediante el cual los prensistas se desplazan del depósito de tinta a la prensa y de la prensa al depósito de tinta, les ha valido este remoquete. Pero, en revancha, los osos han llamado a los componedores «monos», por el continuo ejercicio que hacen tales señores para coger las letras en los ciento cincuenta y dos cajetines en que se guardan. En el desastroso período de 1793, Séchard, de unos cincuenta años de edad, estaba casado. Su edad y su matrimonio le permitieron librarse de la gran movilización que llevó a casi todos los obreros a filas. El viejo impresor se quedó solo en la imprenta, cuyo propietario, también conocido como el Ingenuo, acababa de morir, dejando una viuda sin hijos. El establecimiento pareció amenazado de desaparición inmediata: el oso solitario era incapaz de transformarse en mono, porque en su calidad de impresor nunca supo leer ni escribir. Sin tener en cuenta estas incapacidades, un representante del pueblo, que deseaba dar a conocer enseguida los bonitos decretos de la Convención, concedió al operario la licencia de maestro impresor, requisándole su tipografía. Después de aceptar tan peligrosa licencia, el ciudadano Séchard indemnizó a la viuda entregándole los ahorros de su mujer, con los que pagó el material de la imprenta por la mitad de su valor. Pero esto no era todo. Había que imprimir sin la menor dilación los decretos republicanos. En tan apurada coyuntura, Séchard tuvo la suerte de encontrar a un noble marsellés que no quería emigrar para no perder sus tierras y mucho menos ponerse en evidencia para no perder la cabeza, y que únicamente podía ganarse el pan haciendo un trabajo cualquiera. El señor conde de Maucombe, pues, vistió la humilde blusa de regente de una imprenta de provincias: compuso, leyó y corrigió él mismo los decretos que condenaban a muerte a los ciudadanos que escondían a nobles; y el oso, convertido ya en el Ingenuo, los imprimió e hizo fijar en las esquinas; así ambos salvaron el pellejo. En 1795, una vez pasado el vendaval del Terror, Nicolas Séchard se vio obligado a buscar a otro plebeyo que pudiera hacer de cajista, corrector y regente. Fue esta vez un abate, destinado a convertirse en obispo bajo la Restauración y que entonces se negaba a prestar juramento, quien ocupó el puesto del conde de Maucombe hasta el día en que el Primer Cónsul restableció la religión católica. Conde y obispo se reencontraron más tarde en el mismo banco de la Cámara de los Pares. Aunque en 1802 Jérôme-Nicolas Séchard no sabía leer ni escribir mejor que en 1793, había ganado dinero suficiente para poder pagarse un regente. El operario tan despreocupado de su porvenir se había convertido en muy temible para sus osos y monos. Y es que la avaricia empieza cuando se acaba la pobreza. El día en que el impresor entrevió la posibilidad de hacer fortuna, el interés desarrolló en él una inteligencia profesional que, aunque rudimentaria, era ávida, suspicaz y aguda. Su sentido práctico se mofaba de cualquier teoría.

Conseguía ya calcular de un solo vistazo el precio de una página y de una hoja, según el cuerpo de cada carácter. Demostraba a sus ignorantes clientes que las letras grandes costaban más de manejar que las pequeñas, mientras que de las pequeñas decía que eran más difíciles de manejar. Como no entendía nada de composición, por miedo a equivocarse hacía siempre unos contratos leoninos. Si sus cajistas trabajaban por horas, no les quitaba nunca ojo de encima. Si se enteraba de que algún fabricante se encontraba en apuros, le compraba el papel a un precio irrisorio y lo almacenaba. Así, desde aquella época, ya poseía en propiedad la casa donde estaba instalada la imprenta desde tiempos inmemoriales. La suerte le colmó de venturas: quedó viudo y tuvo sólo un hijo, hijo al que mandó al instituto de la ciudad, más que para darle instrucción, para prepararse un sucesor; lo trataba con severidad a fin de prolongar la duración de su poder paterno; por eso durante las vacaciones le hacía trabajar en la caja diciéndole que debía aprender a ganarse la vida para que un día pudiera recompensar a su pobre padre, que se deslomaba para darle una educación. A la marcha del abate, Séchard eligió como regente a aquel de sus cuatro cajistas que el futuro obispo le señaló como el más dotado tanto de honestidad como de inteligencia. De este modo el buen hombre estuvo en condiciones de esperar el momento en que su hijo pudiera dirigir el establecimiento, que bajo la guía de unas jóvenes y diestras manos seguramente prosperaría. David Séchard hizo unos brillantes estudios en el instituto de Angulema. Aunque oso, advenedizo sin cultura ni educación y despreciara considerablemente la ciencia, papá Séchard envió a su hijo a París para que estudiara allí el arte tipográfica, pero le recomendó con tanta energía que amasara una buena suma en una región que él llamaba el paraíso de los obreros, diciéndole que no contara con la bolsa paterna, que, sin duda, veía un medio de conseguir sus fines en esa estancia en el país de la Sabiduría. Mientras aprendía su oficio, David terminó su educación en París. El regente de los Didot se volvió un sabio. Hacia finales del año 1819, David Séchard abandonó París sin haberle costado un céntimo a su padre, quien lo reclamaba para poner en sus manos el timón de los negocios. La imprenta de Nicolas Séchard contaba por aquel entonces con el único diario de anuncios judiciales que existía en el departamento, y trabajaba para la Prefectura y el Obispado, tres clientelas que habían de proporcionar una gran fortuna a un joven emprendedor.

Justo por aquella época, los hermanos Cointet, fabricantes de papel, compraron la segunda licencia de impresor con residencia en Angulema, que hasta entonces el viejo Séchard había sabido reducir a la más completa inactividad, favorecido por las crisis militares que, bajo el Imperio, paralizaron toda actividad industrial, razón por la cual no la había adquirido, y su tacañería fue una de las causas de la ruina de la vieja imprenta. Al enterarse de esta noticia, el viejo Séchard pensó con alegría que la lucha que se entablaría entre su establecimiento y los Cointet sería sostenida por su hijo y no por él. «Yo sucumbiría —se dijo—, pero un joven educado con los Didot saldrá adelante.» El septuagenario suspiraba por el momento en que pudiera vivir a su antojo. Si bien tenía escasos conocimientos del arte tipográfica, pasaba en cambio por ser extremadamente ducho en un arte que los operarios han dado en llamar humorísticamente «el bebercio», arte muy estimado por el divino autor de Pantagruel, pero cuyo culto, perseguido por las sociedades llama-das «de templanza», es cada vez menos practicado. Jérôme- Nicolas Séchard, fiel al destino que su nombre le había marcado, estaba dotado de una sed inextinguible. Durante muchos años su mujer había contenido dentro de sus justos límites esta pasión por la uva prensada, gusto tan natural a los osos que monsieur de Chateaubriand lo observó en los verdaderos osos de América; pero los filósofos han observado que las costumbres de la edad temprana retornan con fuerza en la vejez del hombre. Séchard confirmaba esta ley moral: cuanto más envejecía, más le gustaba beber. Su pasión dejaba en su fisonomía de oso unas huellas que le daban cierta originalidad: su nariz había adquirido el desarrollo y la forma de una A mayúscula de cuerpo de triple

cañón, sus dos mejillas venosas se parecían a esas hojas de vid llenas de protuberancias violáceas, purpurinas y a veces abigarradas; se hubiera dicho que era una monstruosa trufa envuelta en pámpanos otoñales. Escondidos bajo dos espesas cejas, semejantes a dos arbustos cargados de nieve, sus ojillos grises, en los que chispeaba la astucia de una avaricia que mataba cualquier otro sentimiento en él, incluso el de la paternidad, conservaban su viveza hasta en plena borrachera. Su cabeza, calva en la parte superior, pero orlada de canos cabellos que aún se rizaban, recordaba a los franciscanos de los Cuentos de La Fontaine. Era bajo y barrigudo, como muchas de esas viejas lamparillas que consumen más aceite que mecha, porque los excesos, de cualquier tipo que sean, acentúan en el cuerpo las tendencias de la naturaleza. La embriaguez, como el estudio, engorda más aún al hombre gordo y adelgaza al hombre delgado. Jérôme-Nicolas Séchard llevaba desde hacía treinta años el famoso sombrero de tres picos, que vemos aún en algunas provincias en la cabeza del pregonero municipal. Su chaleco y su pantalón eran de una pana verdosa. Por último, llevaba una vieja levita marrón, medias de algodón de chiné de mezclilla y zapatos con hebilla de plata. Esta indumentaria, que hacía aún entrever al obrero en el burgués, se adaptaba tan bien a sus vicios y a sus costumbres, expresaba tan perfectamente su forma de vida, que el buen hombre parecía haber sido creado ya vestido; era tan imposible imaginarlo sin sus ropas como pensar en una cebolla sin sus velos. Si el viejo impresor no hubiera dado ya desde hacía tanto tiempo la medida de su ciega codicia, su abdicación habría sido suficiente para pintar su carácter. A pesar de los conocimientos que su hijo debía adquirir de la gran escuela de los Didot, se propuso hacer con él el buen negocio que venía rumiando desde hacía tiempo. Si el padre lo hacía bueno, el hijo debía hacerlo malo. Pero para el buen hombre, en cuestión de negocios, no había ni padres ni hijos. Si bien al principio había visto en David sólo a su hijo único, con el tiempo lo consideró como un adquiriente natural con intereses opuestos a los suyos: él quería vender caro. David tenía que comprar barato; su hijo pasaba, por consiguiente, a ser un enemigo al que vencer. Esta transformación del sentimiento en interés personal, de ordinario lenta, tortuosa e hipócrita en las personas de buena crianza, fue rápida y directa en el viejo oso, quien demostró hasta qué punto el astuto bebercio ganaba la partida al arte tipográfica. Cuando llegó su hijo, el buen hombre le dio muestras del afecto interesado que las personas hábiles sienten por sus víctimas: se preocupó por él como un amante se habría ocupado de su querida; le dio el brazo, le dijo dónde era necesario poner los pies para no enfangarse; había hecho calentar su cama, encender el fuego y preparar una cena. A la mañana siguiente, después de haber intentado embriagar a su hijo durante una opípara cena, Jérôme-Nicolas Séchard, bastante achispado, le dijo un «¿Hablamos de negocios?» que pasó con tanta dificultad entre dos hipos que David le rogó que dejaran los negocios para el día siguiente. El viejo oso sabía aprovechar demasiado bien su embriaguez para abandonar una batalla preparada desde hacía mucho tiempo. Además, después de haber cargado con la cruz durante cincuenta años, dijo, no quería cargar con ella ni una hora más. Mañana su hijo sería el Ingenuo.

Quizá sea necesario decir aquí unas palabras sobre el establecimiento. La imprenta, emplazada en el lugar donde la rue de Beaulieu desemboca en la place du Mûrier, se había establecido en aquel inmueble hacia finales del reinado de Luis XIV. Así, desde hacía mucho tiempo, el lugar había sido ya adaptado para la explotación de esta industria. La planta baja formaba una inmensa estancia que recibía luz de la calle a través de unas viejas ventanas y, por una claraboya, de un patio interior. Se podía llegar al despacho del dueño por un corredor. Pero en provincias, la actividad de la tipografía es siempre objeto de tal curiosidad que los clientes preferían entrar por una puerta acristalada, abierta en la fachada que daba a la calle, si bien había que bajar unos escalones, dado que el suelo del taller se encontraba por debajo del nivel de la calzada. Los curiosos estaban demasiado embobados para preocuparse de las dificultades a la hora de pasar a través de los estrechos pasadizos del taller. Si miraban las enramadas formadas por las hojas extendidas para secarse en las cuerdas fijadas al suelo, se daban contra las hileras de cajas o se despeinaban con las barras de hierro que sustentaban las prensas. Si seguían los ágiles movimientos de un cajista, que escogía sus letras de los ciento cincuenta y dos cajetines de su caja mientras leía su copia, releía la línea en su componedor y colocaba en él una interlínea, se tropezaban con una resma de papel mojado y prensada por los adoquines o bien se daban con la cadera contra la esquina de un banco; todo ello para gran regocijo de osos y monos. Nunca nadie había podido llegar sin percance alguno hasta las dos grandes jaulas que había en el fondo de esta cueva, que formaban dos exiguos pabellones en el patio, en uno de los cuales reinaban el regente y en el otro el maestro impresor. En el patio, las paredes estaban agradablemente adornadas con emparrados que, dada la reputación del dueño, tenían un sabroso color local. En el fondo, y adosado a la negra pared medianera, se alzaba un cobertizo en ruinas donde se mojaba y preparaba el papel. Allí estaba el lavadero, donde antes y después de cada tiraje se lavaban las formas, o, para decirlo en un lenguaje más corriente, las planchas de los tipos; se escapaba de allí una decocción de tinta mezclada con las aguas residuales de la casa que hacía creer a los campesinos que venían el día de mercado en que el diablo se lavaba en aquella casa. Este cobertizo estaba flanqueado por un lado por la cocina y por el otro por una leñera. El primer piso de esta casa, por encima del cual no había más que dos habitaciones abuhardilladas, se componía de tres cuartos. El primero, tan largo como el corredor, menos la caja de la vieja escalera de madera, recibía la luz de la calle por medio de un ventanillo oblongo, y la del patio por un ojo de buey, y servía tanto de antesala como de comedor. Con un simple encalado, destacaba por la descarada sencillez de la avaricia comercial: el sucio cristal de la ventana nunca había sido limpiado; el mobiliario lo formaban tres sillas baratas, una mesa redonda y un aparador situado entre dos puertas que daban entrada a un dormitorio y a un salón; las ventanas y la puerta estaban renegridas de mugre; papeles blancos o impresos lo atestaban la mayor parte del tiempo; a menudo, el postre, las botellas o los platos de la cena de Jérôme- Nicolas Séchard se veían sobre los fardos. El dormitorio, cuya ventana tenía un bastidor emplomado que dejaba pasar la luz del patio, estaba revestido con una de esas viejas colgaduras que, en provincias, se cuelgan fuera de las casas el día del Corpus. Asimismo había una gran cama con columnas, provista de cortinas, cenefas y un cubrepiés de sarga encarnada, dos sillones apolillados, dos sillas de nogal y tapizadas, un viejo escritorio, y sobre la chimenea un reloj Cartel. Esta habitación, en la que se respiraba una paz patriarcal y llena de tonalidades oscuras, había sido arreglada por monsieur Rouzeau, predecesor y maestro de Jérôme-Nicolas Séchard. El salón, modernizado por la difunta madame Séchard, presentaba un espantoso revestimiento de madera, pintado de un azul chillón; los entrepaños estaban adornados con un empapelado de escenas orientales, coloreadas en bistre sobre fondo blanco; el mobiliario consistía en seis sillas tapizadas de badana azul cuyos respaldos representaban liras. Las dos ventanas, burdamente cimbradas, a través de las cuales la vista abarcaba la place du Mûrier, carecían de cortinas; la chimenea no tenía ni bujías, ni reloj, ni espejo. Madame Séchard había muerto en pleno plan de embellecimiento y el oso, incapaz de comprender la utilidad de unas mejoras que no proporcionaban beneficio alguno, las había abandonado. Fue allí donde Jérôme-Nicolas Séchard, pede titubante, llevó a su hijo y le enseñó sobre la mesa redonda un inventario del material de la imprenta que, siguiendo sus instrucciones, había preparado el regente.

—Lee esto, hijo mío —dijo Jérôme-Nicolas Séchard, desplazando sus ebrios ojos del papel a su hijo y de su hijo al papel—. Podrás ver la joya de imprenta que te dejo.

—Tres prensas de madera sostenidas por unas barras de hierro, con una platina de fundición…

—Es una mejora que he introducido —dijo el viejo Séchard interrumpiendo a su hijo.

—Con todo su utillaje: depósitos de tinta, balas y bancos, etcétera, ¡mil seiscientos francos! Pero, padre —dijo David Séchard dejando caer el inventario—, sus prensas son unos viejos cacharros que no valen ni cien escudos y que para lo único que sirven es para echarlas al fuego.

—¿Unos viejos cacharros?… —gritó el viejo Séchard—, ¿unos viejos cacharros?… ¡Coge el inventario y bajemos! Vas a ver si vuestras invenciones de forja barata funcionan como esos viejos aparatos de probada eficacia. Luego no tendrás el valor de ofender a unas honestas prensas que van rápidas como los coches correos y que seguirán funcionando durante toda tu vida sin necesitar la menor reparación. ¡Unos viejos cacharros! ¡Sí, son unos viejos cacharros los que te ayudarán a ganarte el puchero! Unos viejos cacharros que tu padre ha manejado durante veinte años y que le han servido para hacer de ti lo que eres.

El padre corrió precipitadamente abajo por una madera nudosa, desgastada y tambaleante, pero sin perder el equilibrio; abrió la puerta que daba al taller, corrió hacia la primera de sus prensas, engrasadas y limpiadas a hurtadillas, y mostró las recias patas de madera de roble, a las que su aprendiz había sacado brillo.

—¿Acaso no es una preciosidad de prensa? —preguntó.

Había en ella una participación de boda en aquel momento. El viejo oso bajó la frasqueta sobre el tímpano y el tímpano sobre la platina, que hizo rodar debajo de la prensa; tiró de la barra, desenrolló la cuerda para hacer retroceder la platina, y levantó tímpano y frasqueta con la agilidad que habría puesto en ello un joven oso. Así maniobrada, la prensa lanzó un gemido tan alegre como el de un pájaro que, tras golpearse contra un cristal, lograra alzar de nuevo el vuelo.

—¿Hay una sola prensa inglesa capaz de imprimir a este ritmo? —preguntó el padre a su sorprendido hijo.

El viejo Séchard corrió acto seguido a la segunda y a la tercera prensas, en cada una de las cuales hizo idéntica maniobra con igual destreza. La última ofreció a su vista enturbiada por el vino una parte que había sido descuidada por el aprendiz; el borracho, tras haber lanzado una retahíla de tacos, cogió uno de los faldones de su levita para frotarla como un chalán que lustra el pelaje de un caballo que ha de vender.

—Con estas tres prensas, sin regente, puedes llegar a ganar nueve mil francos al año, David. Como futuro socio tuyo, me opongo a que las reemplaces por esas malditas prensas de fundición que desgastan los tipos. En París habéis gritado milagro al conocer el invento de ese condenado inglés, un enemigo de Francia que ha querido hacer la fortuna de los fundidores. ¡Ah!, ¡habéis querido unas Stanhope!; pues gracias por vuestras Stanhope, que cuestan cada una dos mil quinientos francos, casi el doble de lo que valen mis tres joyas juntas y que destrozan la letra por su falta de elasticidad. No soy instruido como tú, pero ten en cuenta siempre esto: la vida de las Stanhope es la muerte del tipo. Estas tres prensas te prestarán un buen servicio, el tiraje se hará rápido y los anguleminos no te pedirán más. Ya imprimas con hierro o con madera, con oro, o con plata, no por ello te pagarán un ochavo más.

—Item —prosiguió David—, cinco millones de libras de tipos procedentes de la fundición de monsieur Vaflard…

Al leer este nombre, el alumno de los Didot no pudo dejar de sonreír.

—¡Ríete, ríete! Al cabo de doce años, los tipos siguen nuevos. ¡A eso es a lo que yo llamo un fundidor! Monsieur Vaflard es un hombre honrado que suministra un material resistente, y para mí el mejor fundidor es aquél a cuya casa se va lo menos a menudo posible.

—Tasados en diez mil francos —prosiguió leyendo David—. ¡Diez mil francos, padre mío! ¡Pero si eso significa cuarenta sueldos la libra, y los señores Didot venden su cícero nuevo a sólo treinta y seis sueldos la libra! Sus tipos usados no valen más que el precio del hierro, diez sueldos la libra.

—Llamas tipos gastados a las bastardillas, y a las negritas y a las redondas de monsieur Gillé, que fue impresor del Emperador, tipos que valen seis francos la libra, obras maestras del grabado compradas hace cinco años y muchas de las cuales todavía conservan el blanco de la fundición, ¡mira!

El viejo Séchard abrió algunos cajetines con tipos que nunca habían sido utilizados y se los enseñó.

—No soy ningún sabio, no sé leer ni escribir, pero aún sé lo suficiente para comprender que los tipos de escritura de la casa Gillé han sido los padres de los ingleses de tus señores Didot. Aquí tienes una redonda —dijo señalando una caja y cogiendo una M—, una redonda de cícero que no ha sido aún estrenada.

David se dio cuenta de que no había forma de discutir con su padre. Había que aceptarlo o rechazarlo todo; se encontraba entre un no y un sí. El viejo oso había incluido en el inventario hasta las cuerdas de tender. La más pequeña rama, las tablas, los cuencos, la piedra y los cepillos de limpiar, todo estaba valorado con la escrupulosidad de un avaro. El total ascendía a treinta mil francos, incluidas la licencia de maestro impresor y la clientela. David se preguntaba si el negocio era o no viable. Viendo a su hijo atónito ante aquella suma, el viejo Séchard se inquietó, pues prefería una discusión violenta a un acuerdo tácito. En este tipo de tratos, la discusión revela a un negociante capaz que defiende sus intereses. «Quien consiente en todo —decía el viejo Séchard— no paga nada.» Mientras trataba de leer el pensamiento de su hijo, hizo el recuento de los mediocres utensilios, necesarios para la explotación de una imprenta en provincias; seguidamente condujo a David ante una prensa de satinar, una guillotina para hacer los trabajos ocasionales y le ponderó su utilidad y solidez.

—Las viejas herramientas son siempre las mejores —dijo—. En el negocio de la imprenta habría que pagarlas más caras que las nuevas, como se hace entre los batidores de oro.

Unas horrendas viñetas que representaban Himeneos, Amores o muertos que levantaban la losa de sus tumbas describiendo una V o una M, enormes cuadros de máscaras para los carteles de espectáculos, se convirtieron, por efecto de la elocuencia vinosa de Jérôme-Nicolas, en objetos de sumo valor. Le dijo a su hijo que la costumbre de los provincianos estaba tan fuertemente arraigada que en vano trataría él de ofrecerles mejores cosas que aquéllas a las que estaban acostumbrados. ¡Él mismo, Jérôme-Nicolas Séchard, había tratado de venderles mejores almanaques que el Double Liégeois, impreso en papel de azúcar! Pues bien, el verdadero Double Liégeois había sido preferido a los más magníficos almanaques. No tardaría David en reconocer la importancia de esas antiguallas, vendiéndolas más caras que las novedades más costosas.

—¡Ja, ja! Hijo mío, la provincia es la provincia y París es París. Si se te presenta un hombre del Houmeau para encargarte su participación de boda y tú se la imprimes sin un amorcillo con unas guirnaldas, no se considerará casado y no se la llevará si sólo ve una M como en la imprenta de tus señores Didot, que son la gloria de la tipografía, pero cuyas invenciones no serán adoptadas en provincias antes de cien años. Así son las cosas.

Las personas generosas son malos comerciantes. David tenía uno de esos caracteres pudorosos y

afectivos que se espantan ante una discusión y que ceden en el momento en que el adversario les toca la fibra sensible. Sus elevados sentimientos y el dominio que el viejo borracho había conservado sobre él le hacían aún menos apto para discutir con su padre de dinero, sobre todo cuando él creía que iba con las mejores intenciones, porque en un principio atribuyó la voracidad de su interés al apego que tenía el impresor por sus herramientas de trabajo. Sin embargo, como Jérôme-Nicolas Séchard lo había obtenido todo de la viuda Rouzeau por diez mil francos en asignados, y dado que en el actual estado de cosas treinta mil francos eran un precio exorbitante, el hijo exclamó:

—¡Padre, me estrangula!

—¿Yo, que te he dado la vida…? —dijo el viejo borracho levantando la mano y señalando el tendedero—. Pero, David, ¿en cuánto valoras tú la licencia? ¿Sabes lo que vale el diario de anuncios, a diez sueldos la línea, privilegio que, por sí solo, ha dado quinientos francos el último mes? ¡Muchacho, abre los libros de contabilidad y mira lo que rinden los carteles y los registros de la Prefectura, los encargos del Ayuntamiento y del Obispado! Eres un vago de siete suelas que no quiere hacer fortuna. Discutes el precio del caballo que te llevará a alguna buena propiedad, como la de Marsac.

Este inventario iba acompañado de una escritura de constitución de una sociedad entre el padre y el hijo. El buen padre alquilaba a la sociedad su casa por una suma de mil doscientos francos, por más que la hubiera comprado por no más de seis mil libras, reservándose una de las dos habitaciones acondicionadas en la buhardilla. En tanto David Séchard no hubiera devuelto los treinta mil francos, los beneficios se repartirían a medias; el día que reembolsara esa suma a su padre, pasaría a ser el único propietario de la imprenta. David calculó el valor de la licencia, de la clientela y del diario sin preocuparse de los útiles de trabajo; creyó que podría salir adelante, y aceptó estas condiciones. Acostumbrado a las trapacerías de los campesinos y perfecto desconocedor de los grandes cálculos de los parisienses, el padre se extrañó de una conclusión tan rápida.

«¿Se habrá hecho rico mi hijo —se dijo—, o piensa quizás en este momento en la forma de no pagarme?» Movido por este pensamiento, le estuvo preguntando para saber si traía dinero consigo a fin de que le diera algo a cuenta. La curiosidad del padre despertó la desconfianza del hijo. David guardó la máxima reserva. A la mañana siguiente, el viejo Séchard hizo que su aprendiz trasladase a la habitación del segundo piso todos sus muebles, que esperaba hacer llevar a su casa de campo con los carros que volvieran de vacío. Le dejó a su hijo las tres habitaciones del primer piso completamente vacías, al tiempo que le hacía tomar posesión de la imprenta sin darle un céntimo con que pagar a los operarios. Cuando David le rogó a su padre que, en su calidad de socio, contribuyera a los gastos necesarios para la puesta en marcha de la explotación común, el viejo impresor se hizo el desentendido. Dijo que no se había comprometido a entregar dinero alguno al dar su imprenta; su aportación de fondos había sido ya hecha. Presionado por la lógica de su hijo, le respondió que al comprarle la imprenta a la viuda Rouzeau él había sacado adelante el negocio sin un céntimo. Si él, pobre operario sin instrucción, había tenido éxito, seguro que un discípulo de Didot lo haría aún mejor. Por otra parte, David había ganado dinero procedente de la educación pagada con el sudor de la frente de su anciano padre; bien podía emplearlo ahora.

—¿Qué has hecho de tus semanadas? —le dijo volviendo a la carga a fin de aclarar el problema que el silencio de su hijo había dejado irresuelto la víspera.

—Pero ¿es que no tenía que vivir, no he comprado libros? —respondió David, indignado.

—¡Ah!, ¿comprabas libros? Harás malos negocios. Las personas que compran libros no sirven para imprimirlos —respondió el oso.

David sintió la más horrible de las humillaciones, la que causa la bajeza de un padre: tuvo que aguantar el diluvio de viles, lacrimosas, ruines y comerciales razones por medio de las cuales el viejo avaro formuló su negativa. Se guardó su dolor para sí viéndose solo, sin apoyo, constatando que su padre era un especulador, a quien, por curiosidad filosófica, quiso conocer a fondo. Le hizo saber que jamás le había pedido cuentas de la dote de su madre. Si esta dote no podía bastar para pagar el precio de la imprenta, debía al menos servir para la explotación en común.

—¿La dote de tu madre? —dijo el viejo Séchard—. ¡Pero si eran sólo su inteligencia y su belleza!

Ante esta respuesta, David comprendió por completo el carácter de su padre y se dio cuenta de que para conseguir una valoración de la misma tendría que iniciar un proceso interminable, costoso y deshonroso. Aquel noble corazón aceptó la carga que iba a pesar sobre él, pues sabía a costa de cuántos esfuerzos lograría cumplir los compromisos contraídos con su padre.

«Trabajaré —se dijo—. Después de todo, si a mí me cuesta, también le costó a él. Por otra parte, siempre será trabajar para mí mismo.»

—Te dejo un tesoro —le dijo el padre, inquieto por el silencio de su hijo. David preguntó qué tesoro era aquél.

—Marion —dijo el padre.

Marion era una robusta moza de campo, indispensable para la explotación de la imprenta: mojaba el papel y lo recortaba, hacía los recados y cocinaba, lavaba la ropa, descargaba los carros de papel, iba a realizar los cobros y limpiaba los tampones. De haber sabido Marion leer, el viejo Séchard la habría puesto a cargo de la composición.

El padre partió a pie para el campo. A pesar de que se sentía muy contento por aquella venta disfrazada de sociedad, estaba inquieto por la manera en que se le pagaría. Tras las angustias de la venta, vienen siempre las de hacerla efectiva. Todas las pasiones son esencialmente jesuíticas. Este hombre, que consideraba inútil la instrucción, se esforzó por creer en la influencia de la instrucción. Hipotecaba sus treinta mil francos en aras de las ideas del honor que la educación tenía que haber desarrollado en su hijo. Como joven de buena crianza que era, David sudaría tinta para cumplir sus compromisos, y sus conocimientos le ayudarían a encontrar soluciones; se había mostrado lleno de buenos sentimientos; ¡seguro que pagaría! Como muchos padres que actúan así, creyendo haber obrado paternalmente, también el viejo Séchard había acabado por convencerse de ello al llegar a su viñedo situado en Marsac, un pueblecito a cuatro leguas de Angulema. Esta propiedad, en la que su anterior dueño había construido una bonita vivienda, había ido acrecentándose de año en año desde 1809, época en la que el viejo oso la comprara. Cambió los cuidados de la prensa por los del lagar, y, como él decía, llevaba tanto tiempo entre viñas que las conocía bien. Durante el primer año de su retiro en el campo, Séchard padre no hizo sino mostrar un semblante de preocupación yendo por entre sus rodrigones; estaba siempre en su viñedo, como en otro tiempo permanecía en su taller. Aquellos treinta mil francos inesperados le embriagaban incluso más que el mosto septembrino, y en su imaginación jugaba con ellos entre los dedos. Cuanto menos se le debía, mayor era su deseo de embolsarse aquella suma. Por eso corría a menudo de Marsac a Angulema, movido por sus inquietudes. Trepaba por las cuestas del promontorio rocoso en cuyo alto se asienta la ciudad y entraba en el taller para ver si su hijo salía adelante. Las prensas se encontraban en su sitio. El único aprendiz, tocado con un gorro de papel, estaba

limpiando los tampones. El viejo oso oía rechinar una prensa sobre alguna participación de boda, reconocía sus viejos tipos y veía a su hijo y al regente, cada cual en su jaula, leyendo un libro que el oso tomaba por unas pruebas. Luego de haber comido con David, se volvía a sus tierras de Marsac, rumiando sus temores. La avaricia, como el amor, posee el don de la visión de los acontecimientos futuros, que presiente y adivina. Lejos del taller, donde el aspecto de sus máquinas le fascinaba retrotrayéndole a los días en que hacía fortuna, el viñador encontraba en su hijo inquietantes síntomas de inactividad. El nombre «Cointet Hermanos» le espantaba, lo veía dominando al de «Séchard e hijo». En resumen, que el viejo presentía el viento de la desgracia. Tal presentimiento estaba justificado: la desgracia se cernía sobre la casa Séchard. Pero los avaros tienen un dios. Por una feliz coincidencia de circunstancias imprevistas, este dios tenía que hacer ir a parar a la bolsa del borrachín el precio de su venta usuraria. He aquí por qué la imprenta Séchard iba a menos, no obstante todos los factores para ser próspera. Indiferente a la reacción religiosa que la Restauración estaba produciendo en la política del Gobierno, y sin preocuparse tampoco por el Liberalismo, David mantenía la más perjudicial de las neutralidades en materia política y religiosa. Eran tiempos en que los comerciantes de provincias tenían que profesar un credo político para poder contar con una clientela, pues era menester optar entre la clientela de los liberales y la de los monárquicos. Pero un amor que había prendido en el pecho de David, sus inquietudes científicas y su buen carácter le impidieron desarrollar ese afán de lucro que constituye y forma el carácter del verdadero comerciante y que le habría hecho estudiar las diferencias que distinguen a la industria provinciana de la parisiense. Los matices, tan acusados en provincias, desaparecían en el gran tráfago de París. Los hermanos Cointet hicieron suyas las ideas monárquicas, cumplieron de forma ostensible con las abstinencias, frecuentaron la catedral, cultivaron la amistad de los curas y reimprimieron los primeros libros de religión cuya necesidad se hizo sentir. Los Cointet tomaron, pues, la delantera en este lucrativo ramo y difamaron a David Séchard, acusándole de liberalismo y ateísmo. ¿Cómo se podía dar trabajo —decían— a un hombre que tenía por padre a un setembrista, un borrachín, un bonapartista, un viejo avaro que más pronto o más tarde dejaría montones de oro? Ellos eran pobres, estaban cargados de familia, mientras que David era soltero y sería enormemente rico, y por eso sólo pensaba en su conveniencia, etcétera. Influidos por estas acusaciones lanzadas contra David, la Prefectura y el Obispado acabaron por dar el privilegio de sus impresiones a los hermanos Cointet. No tardaron estos ávidos antagonistas, enardecidos por la pasividad de su rival, en crear un segundo diario de anuncios judiciales. A la vieja imprenta le quedaron las impresiones de trabajos ocasionales, y el producto de su hoja de anuncios disminuyó a la mitad. Enriquecida con tan considerables beneficios obtenidos con los libros eclesiásticos y piadosos, la casa Cointet no tardó en proponer a los Séchard la compra de su diario a fin de tener los anuncios de la provincia y las sentencias judiciales en exclusiva. Tan pronto como David le comunicó esta noticia a su padre, el viejo viñador, ya asustado por los progresos de la casa Cointet, se desplazó de Marsac a la place du Mûrier con la celeridad de un cuervo que ha olfateado los cadáveres de un campo de batalla.

—Déjame a mí entendérmelas con los Cointet, tú no te metas en este asunto —le dijo a su hijo.

El anciano no tardó en intuir el interés de los Cointet y los aterró con la sagacidad de sus argumentaciones. Su hijo cometía una tontería que él habría impedido, decía. «¿Qué clientela nos quedará si él cede nuestro diario? Los abogados, los notarios, todos los comerciantes del Houmeau serán liberales; los Cointet han querido perjudicar a los Séchard al acusarles de liberalismo; les han preparado así una tabla de salvación, ya que todos los anuncios de los liberales quedaban en manos de los Séchard. ¿Vender el diario…? Ya tanto daba vender el material y la licencia.» Entonces les pidió a los Cointet sesenta mil francos por la imprenta, para no arruinar a su hijo: él quería a su hijo y lo defendía. El viñador se sirvió de su hijo como los campesinos utilizan a sus mujeres: su hijo quería o no quería según las propuestas que arrancaba una a una a los Cointet, induciéndoles, no sin esfuerzos, a ofrecer una suma de veintidós mil francos por el Journal de la Charente. Pero David tuvo que comprometerse a no volver a imprimir nunca más un periódico, so pena de tener que pagar treinta mil francos en concepto de daños y perjuicios. Esta venta era el suicidio de la imprenta Séchard, pero esto al viñador le traía absolutamente sin cuidado. Tras el robo viene siempre el asesinato. El buen hombre pensaba invertir aquella suma en su heredad; y, con tal de tocarla, habría sido capaz de vender hasta al mismísimo David, teniendo sobre todo en cuenta, además, que ese incordio de hijo tenía derecho a la mitad de aquel inesperado tesoro. En compensación, el generoso padre le entregó la imprenta, pero manteniendo el alquiler de la casa en los famosos mil doscientos francos. Tras la venta del diario a los Cointet, el viejo fue raras veces a la ciudad, alegando su avanzada edad, pero la verdadera razón no era otra que el escaso interés que sentía por una imprenta que ya no le pertenecía. No pudo, sin embargo, repudiar completamente el afecto que sentía por sus antiguas herramientas de trabajo. Cuando algún asunto le traía a Angulema, habría sido muy difícil discernir cuál de las dos cosas le movían más a ir a su casa: si sus prensas de madera o su hijo, a quien iba a reclamar sus alquileres por respeto a la costumbre. Su antiguo regente, ahora de los Cointet, sabía a qué atenerse en cuanto a esta generosidad paterna; decía que aquel viejo zorro se preparaba así el derecho a intervenir en los negocios de su hijo, convirtiéndose en acreedor privilegiado por la acumulación de los alquileres.

La incuria de David Séchard tenía causas que explicarán el carácter de este joven. Unos días después de haberse instalado en la imprenta paterna, se había encontrado a uno de sus compañeros de colegio, entonces hundido en la más negra miseria. El amigo de David Séchard era un joven, por aquel entonces de veintiún años, llamado Lucien Chardon, hijo de un ex oficial médico del ejército republicano, retirado del servicio activo a consecuencia de una herida. La inclinación había hecho de Chardon padre un químico, y el azar le llevó a ser farmacéutico en Angulema. La muerte le sorprendió en medio de los preparativos necesarios para un descubrimiento lucrativo en cuya investigación había invertido muchos años de estudios científicos. Quería curar todo tipo de gota. La gota es la enfermedad de los ricos, y los ricos pagan a buen precio su salud cuando se ven privados de ella. Por eso el farmacéutico había elegido la solución de este problema entre las varias que se le habían ocurrido en sus meditaciones. Indeciso entre la ciencia y el empirismo, el difunto Chardon comprobó que la ciencia era lo único que podía asegurar su fortuna: había estudiado, por tanto, las causas de la enfermedad y basado su remedio en un determinado régimen que él adaptaba a cada constitución. Murió durante una estancia en París, adonde había ido para solicitar la aprobación de la Academia de las Ciencias, perdiendo así el fruto de todos sus trabajos. Presintiendo su fortuna, el farmacéutico no había escatimado nada en la educación de su hijo y de su hija, de suerte que el mantenimiento de su familia se fue tragando constantemente los beneficios de la farmacia. Así, no sólo dejó a sus hijos en la miseria, sino que además, para su desgracia, los había educado en la esperanza de un brillante porvenir, que se extinguió con él. El ilustre Desplein, que le asistió, le vio morir entre las convulsiones de la rabia. Esta ambición tuvo su origen en el apasionado amor que el antiguo cirujano sentía por su mujer, último vástago de la familia de Rubempré, milagrosamente salvada por él del cadalso en 1793. Sin que la muchacha se prestara a esta mentira, él había ganado tiempo diciendo que estaba encinta. Después de haberse creado en cierto modo el derecho a casarse con ella, la tomó por esposa a pesar de su común pobreza. Sus hijos, como todos los hijos del amor, tuvieron como única herencia la maravillosa belleza de su madre, presente muchas veces fatal cuando va acompañado de la miseria. Las esperanzas, los esfuerzos y las angustias con los que tan estrechamente vivió habían alterado profundamente la belleza de madame Chardon, así como la lenta

degradación de la indigencia había cambiado sus costumbres; pero su valor y el de sus hijos igualó a su infortunio. La pobre viuda vendió la farmacia, sita en la calle Mayor del Houmeau, el principal barrio de Angulema. El precio pagado por la farmacia le permitió contar con trescientos francos de renta, suma insuficiente incluso para mantenerse ella sola, pero tanto ella como su hija aceptaron su nueva situación sin sonrojarse y se dedicaron a hacer trabajos mercenarios. La madre asistía a las parturientas y gracias a sus buenos modales era preferida a cualquier otra en las casas ricas, donde vivía sin costarles nada a sus hijos y ganando veinte sueldos diarios. Para evitarle a su hijo el disgusto de ver a su madre en situación tan humillante, había adoptado el nombre de madame Charlotte. Las personas que solicitaban sus cuidados se dirigían a monsieur Postel, el sucesor de monsieur Chardon. La hermana de Lucien trabajaba en casa de una mujer muy honrada y considerada en el Houmeau, llamada madame Prieur, planchadora de prendas finas, vecina suya, y donde ganaba alrededor de quince sueldos diarios. Dirigía a las operarias y gozaba en el taller de una especie de supremacía que le hacía destacar un poco de la clase de las modistillas. Los modestos ingresos de sus trabajos, sumados a las trescientas libras de renta de madame Chardon, ascendían a unos ochocientos francos anuales, con los que estas tres personas tenían que vivir, vestirse y pagar el alojamiento. El estricto ahorro de este hogar apenas si hacía suficiente esta suma, absorbida casi íntegramente por Lucien. Madame Chardon y su hija Ève creían en Lucien como la mujer de Mahoma creyó en su marido; su abnegación por su porvenir no conocía límites. Esta pobre familia vivía en el Houmeau en un piso alquilado por una módica suma por el sucesor de monsieur Chardon, y emplazado en el fondo de un patio interior, encima del laboratorio de la farmacia. Lucien ocupaba allí una mísera habitación abuhardillada. Estimulado por un padre que, apasionado por las ciencias naturales, le había empujado en un principio por este camino, Lucien fue uno de los alumnos más brillantes del instituto de Angulema, donde se encontraba en cuarto de bachillerato cuando Séchard finalizaba allí sus estudios.

Cuando quiso la casualidad que los dos compañeros de colegio volvieran a encontrarse, Lucien, cansado ya de apurar la amarga copa de la miseria, estaba a punto de tomar una de esas decisiones extremas tan propias de los veinte años. Cuarenta francos mensuales que David pagó generosamente a Lucien, ofreciéndose a enseñarle el oficio de regente, por más que no necesitase un regente para nada, salvaron a Lucien de su desesperación. Los lazos de esta amistad de colegio, reanudados así, no tardaron en estrecharse por la similitud de sus destinos y por lo diferente de sus caracteres. Ambos, con el espíritu henchido de ansias de éxito, poseían esa elevada inteligencia que pone al hombre en un plano de igualdad con todas las eminencias, y se veían relegados a lo más bajo de la sociedad. Lo injusto de este destino fue un vínculo poderoso. Además, los dos habían llegado a la poesía por caminos distintos. Aunque destinado a las más elevadas especulaciones de las ciencias naturales, Lucien se sentía apasionadamente atraído por la gloria literaria; sin embargo, David, a quien su genio meditativo predisponía a la poesía, se inclinaba por gusto hacia las ciencias exactas. Esta inversión de papeles engendró una especie de fraternidad espiritual. Lucien no tardó en transmitirle a David los elevados conocimientos recibidos de su padre sobre las aplicaciones de la Ciencia a la Industria, y David le enseñó a Lucien los nuevos caminos que debería tomar en la literatura para hacerse un nombre y lograr el éxito. La amistad de estos dos jóvenes se convirtió en poco tiempo en una de esas pasiones que no nacen más que al dejar atrás la adolescencia. David no tardó en conocer a la bella Ève y se prendó de ella como hacen los espíritus melancólicos y meditabundos. El Et nunc et semper et in secula seculorum de la liturgia es la divisa de estos sublimes poetas desconocidos, cuyas obras constituyen magníficas epopeyas creadas y perdidas entre dos corazones. Cuando el enamorado hubo penetrado en las secretas esperanzas que la madre y la hermana de Lucien ponían en esta hermosa cabeza de poeta, cuando supo de su ciega abnegación, le enterneció acercarse aún más a su amada, compartiendo con ella sus inmolaciones y esperanzas. Lucien fue, pues, para David un hermano elegido. Como los ultras que querían ser más realistas que el rey, David exageró la fe que la madre y la hermana de Lucien tenían en su genio, y le mimó como una madre mima a su hijo. Durante una de aquellas conversaciones en las que, acuciados por la falta de dinero que los tenía maniatados, rumiaban, como todos los jóvenes, los medios para obtener un éxito rápido sacudiendo todos los árboles despojados ya por quienes les habían precedido sin obtener ningún fruto de ellos, Lucien se acordó de dos ideas dejadas caer un día por su padre. Monsieur Chardon había hablado de reducir el precio del azúcar a la mitad mediante el empleo de un nuevo agente químico, y disminuir otro tanto el precio del papel, trayendo de América determinadas sustancias vegetales análogas a las empleadas por los chinos y que costaban poco. David, que conocía la importancia de esta cuestión, tratada ya en casa de los Didot, se apropió de esta idea viendo en ella una posibilidad de fortuna y consideró a Lucien como a un benefactor con quien siempre estaría en deuda.

Cualquiera puede intuir hasta qué punto los pensamientos dominantes y la vida interior de ambos amigos les hacían poco idóneos para dirigir una imprenta. Lejos de proporcionar de quince a veinte mil francos, como la de los hermanos Cointet, impresores-libreros del Obispado, propietarios del Courrier de la Charente, el único diario ya del departamento, la imprenta de Séchard hijo apenas si rendía trescientos francos al mes, de los cuales había que deducir el sueldo del regente, el de Marion, los impuestos y el alquiler, lo cual dejaba limpios a David unos cien francos mensuales. Unos hombres activos y emprendedores habrían renovado los tipos, comprado prensas de hierro, habrían buscado en la biblioteca de París algunas obras que hubieran publicado a bajo coste; pero el dueño y el regente, perdidos en los absorbentes afanes de la inteligencia, se contentaban con los trabajos que les daban sus últimos clientes. Los hermanos Cointet habían acabado por conocer el carácter y las costumbres de David y ya no le calumniaban; al contrario, una prudente política les aconsejaba dejar sobrevivir a aquella imprenta y mantenerla en una honrosa mediocridad para que no cayera en manos de algún temible rival; ellos mismos le enviaban los trabajos llamados ocasionales. De este modo, y sin él saberlo, David Séchard sólo existía, comercialmente hablando, gracias a un hábil cálculo de sus competidores. Felices por lo que llamaban su manía, los Cointet tenían para con él un modo de proceder lleno de rectitud y lealtad, pero en realidad actuaban igual que la dirección de las Mensajerías, cuando simula una competencia para evitarse así una real.

El exterior de la casa de los Séchard armonizaba con la crasa avaricia reinante en el interior, donde el viejo oso no había arreglado nunca nada. La lluvia, el sol y las inclemencias de cada estación habían dado a la puerta de entrada el aspecto de un viejo tronco de árbol, hasta tal punto estaba surcada por unas grietas desiguales. La fachada, construida de cualquier manera con piedras y ladrillos mezclados sin la menor simetría, parecía doblarse bajo el peso de un tejado carcomido sobrecargado con esas tejas cóncavas que forman todos los tejados del Mediodía de Francia. Las ventanas corroídas estaban resguardadas por esos enormes postigos sujetos por unos gruesos travesaños, tal como exige lo caluroso del clima. Difícil habría sido encontrar en toda Angulema una casa tan destartalada como aquélla, que sólo se mantenía en pie gracias a lo resistente del cemento. Imaginaos este taller claro en sus extremos y oscuro en el centro, con sus paredes cubiertas de carteles, ennegrecidas en su parte inferior por el roce de los obreros que durante treinta años habían desfilado por allí; sus cordajes en el suelo, sus pilas de papel, sus viejas prensas, sus montones de adoquines para presionar los papeles mojados, sus hileras de cajas, y a ambos extremos las dos jaulas donde, cada uno por su lado, se instalaban el dueño y el regente; comprenderéis entonces la vida de los dos amigos.

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