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Los dos poetas (II)

En 1821, en los primeros días del mes de mayo, David y Lucien se encontraban junto a la ventana del patio en el momento en que, a eso de las dos de la tarde, sus cuatro o cinco operarios dejaban el taller para ir a comer. Cuando el dueño vio que el aprendiz cerraba la puerta con campanilla que daba a la calle, se llevó a Lucien al patio, como si el olor a papeles, depósitos de tinta, prensas y viejas maderas le resultara insoportable. Se sentaron bajo un emparrado desde donde podían ver a cualquiera que entrara en el taller. Los rayos del sol, que se filtraban por entre los pámpanos del emparrado, acariciaron a los dos poetas, envolviéndolos con su luz como en una aureola. El contraste producido por la oposición de estos dos caracteres y de estos dos rostros fue entonces tan acusado que habría seducido al pincel de un gran pintor. Tenía David las formas que confiere la naturaleza a los seres destinados a grandes luchas, esplendorosas o secretas. Su amplio busto estaba flanqueado por unos fuertes hombros en armonía con la plenitud de todas sus formas. Su cara, de tez morena, colorada y gruesa, que descansaba sobre un cuello robusto y estaba cubierta por una frondosa selva de negros cabellos, se parecía a primera vista a la de los canónigos cantados por Boileau; pero un segundo examen os revelaba en los surcos de sus carnosos labios, en el hoyuelo de la barbilla, en la forma cuadrada de la nariz de perfil irregular, y sobre todo en los ojos, el fuego permanente de un único amor, la agudeza del pensador, la ardiente melancolía de un espíritu capaz de abarcar los dos extremos del horizonte, penetrando en todos sus recovecos, y que fácilmente se hastiaba de los goces totalmente ideales al aplicar a ellos la lucidez del análisis. Si en aquel semblante se adivinaban los destellos del genio que emprende el vuelo, igualmente se veían las cenizas junto al volcán; y la esperanza se extinguía en un profundo sentimiento de nulidad social, en la que los orígenes oscuros y la falta de fortuna mantienen a tantos espíritus superiores. Al lado del pobre impresor, a quien su profesión, a pesar de estar tan relacionada con la inteligencia, daba náuseas, al lado de este Sileno, pesadamente replegado en sí mismo, que bebía a grandes sorbos de la copa de la ciencia y de la poesía, embriagándose para olvidar las desdichas de la vida provinciana, Lucien se mantenía en la graciosa postura imaginada por los escultores para el Baco indio. Su rostro tenía la elegancia de líneas de la belleza antigua: una frente y una nariz griegas, la blancura aterciopelada de las mujeres, unos ojos negros de puro azules, ojos llenos de amor y cuyo blanco rivalizaba en frescura con el de un niño. Remataban estos bonitos ojos unas cejas que parecían trazadas por un pincel chino y los orlaban unas largas pestañas de color castaño. Brillaba en las mejillas un sedoso vello cuyo color armonizaba con el de una rubia cabellera de rizado natural. Una suavidad divina respiraba en sus sienes de un blanco dorado. Una incomparable nobleza animaba su corta barbilla, ligeramente respingona. La sonrisa de los ángeles tristes vagaba por sus labios de coral, realzados por unos bellos dientes. Tenía las manos de un hombre de buena cuna, unas manos elegantes, a un simple gesto de las cuales los hombres deberían obedecer y que las mujeres gustan de besar. Lucien era esbelto y de mediana estatura. Al ver sus pies, un hombre hubiera tenido todavía más la tentación de tomarle por una muchacha disfrazada, dado que, a semejanza de los hombres sutiles, por no decir astutos, sus caderas tenían la conformación de las de una mujer. Este indicio, que raramente engaña, era cierto por lo que respecta a Lucien: por su espíritu inquieto, a menudo, cuando analizaba el actual estado de la sociedad, se dejaba llevar por la típica depravación de los diplomáticos, convencidos de que el fin justifica los medios, por vergonzosos que estos sean. Una de las desgracias a las que se ven sometidas las grandes inteligencias es la de comprender por fuerza todas las cosas, tanto los vicios como las virtudes.

Estos dos jóvenes juzgaban a la sociedad desde tanta más altura cuanto más abajo se encontraban situados en la escala social, ya que los hombres desconocidos se vengan de lo modesto de su posición con su elevación de miras. Pero su desesperación era también tanto más amarga cuanto que de este modo se encaminaban más rápidamente hacia donde los llevaba su verdadero destino. Mucho era lo que Lucien había leído y comparado; y también David había pensado y meditado mucho. Pese a su apariencia de persona de una robusta salud de hombre de campo, el impresor era de carácter melancólico y enfermizo, dudaba de sí mismo, mientras que Lucien, dotado de un espíritu emprendedor, pero voluble, era de una audacia que se compadecía mal con su talante blando, casi débil, pero lleno de gracia femenina. Lucien poseía en grado sumo el carácter gascón, osado, valiente, aventurero, que exagera lo bueno y minimiza lo malo, que no retrocede ante una falta si puede sacar algún provecho de ella y que es indiferente al vicio si éste puede servirle de escalón para ascender. Estas cualidades propias del ambicioso se hallaban entonces refrenadas por las bellas ilusiones de la juventud, por el ardor que le empujaba hacia los nobles medios que los hombres amantes de la gloria emplean antes que los demás. No se hallaba en lucha aún más que con sus propios deseos y no con las dificultades de la vida, con sus propias potencialidades y no con la cobardía de los hombres, que es un ejemplo fatal para los espíritus volubles. Vivamente seducido por la brillante inteligencia de Lucien, David lo admiraba, si bien corrigiendo los errores en los que le hacía incurrir la furia francesa. Este hombre justo tenía un carácter tímido que contrastaba con su fuerte complexión, pero no carecía en absoluto del tesón de los hombres del Norte. Si bien veía todas las dificultades, se prometía vencerlas sin descorazonarse; y pese a poseer la firmeza de una virtud verdaderamente apostólica, la atemperaba con la gracia de una inagotable indulgencia. En esta amistad, ya vieja, uno de los dos amaba con idolatría, y era David. Por ello Lucien mandaba como mujer que se sabe amada. David obedecía de buen grado. La belleza física de su amigo comportaba una superioridad que él aceptaba, porque se sabía torpe y corriente.

«Para el buey la paciente agricultura, para el pájaro la vida despreocupada —se decía el impresor—. Por tanto, yo seré el buey, y Lucien, el águila.»

Desde hacía alrededor de tres años, los dos amigos habían vinculado, pues, sus destinos, para los que entreveían un brillante porvenir. Leían las grandes obras aparecidas tras la paz en el horizonte literario y científico; las obras de Schiller, Goethe, Lord Byron, Walter Scott, Jean-Paul, Berzélius, Davy, Cuvier, Lamartine, etcétera. Se calentaban en estos grandes hogares, se ejercitaban escribiendo obras abortadas o comenzadas, dejadas y retomadas con entusiasmo. Trabajaban sin descanso, sin gastar todas las inagotables fuerzas de la juventud. Igual de pobres, pero devorados por el amor al arte y a las ciencias, olvidaban la miseria presente tratando de echar los cimientos de su fama.

—Lucien, ¿sabes qué acabo de recibir de París? —dijo el impresor sacándose del bolsillo un pequeño volumen en decimoctavo—. ¡Escucha!

David leyó, como saben leer los poetas, el idilio de André de Chénier, titulado Néère; luego el del Joven enfermo y luego la elegía sobre el suicidio, compuesta al estilo antiguo, y los dos últimos yambos.

—¿O sea que éste es André de Chénier? —exclamó Lucien varias veces seguidas—. Es desesperante —repetía por tercera vez, cuando David, demasiado emocionado para continuar, le dejó coger el libro.

—¡Un poeta descubierto por otro poeta! —dijo al ver la firma del prefacio.

—Después de haber escrito esta obra —prosiguió David—, Chénier creyó que nada de lo que había escrito era digno de ser publicado.

Lucien, a su vez, leyó el épico pasaje de El ciego y varias elegías. Cuando llegó al fragmento: “No conocen la felicidad, pero ¿existe ésta en la tierra?”, besó el libro, y los dos amigos lloraron, porque ambos amaban con idolatría. Los pámpanos habían  enrojecido, las viejas paredes de la casa, agrietadas, abombadas, desigualmente recorridas por unas innobles resquebrajaduras, se habían recubierto de acanaladuras, almohadillados, bajorrelieves e innumerables obras de arte de no sé qué arquitectura, por obra y gracia de un hada. La Fantasía había derramado sus flores y rubíes sobre el pequeño patio oscuro. La Camille de André Chénier se había convertido para David en su Ève adorada, y para Lucien en una gran dama a la que cortejaba. La Poesía había sacudido los pliegues majestuosos de su vestido estrellado en el taller en el que gesticulaban los monos y los osos de la tipografía. Daban las cinco, pero los dos amigos no tenían ni hambre ni sed; la vida era para ellos como un sueño dorado, tenían todos los tesoros de la tierra a sus pies, percibían ese rincón del horizonte azulado señalado por el dedo de la Esperanza a aquéllos cuya vida es un tormento y a quienes su voz de sirena dice: «Id, volad, escaparéis a la desgracia a través de este espacio de oro, plata o azur». En aquel preciso instante, un aprendiz llamado Cérizet, un pilluelo de París que David había hecho venir a Angulema, abrió la pequeña puerta acristalada que comunicaba el taller con el patio e indicó los dos amigos a un desconocido que avanzó saludándolos.—Señor —dijo a David sacando de su bolsillo un enorme cuaderno—, aquí traigo una memoria que me gustaría imprimir, ¿podría decirme cuánto me costaría?

—No imprimimos, señor, manuscritos tan extensos —respondió David sin mirar el cuaderno—; vaya a casa de los señores Cointet.

—Pero tenemos un tipo muy bonito que tal vez podría irle muy bien —terció Lucien cogiendo el manuscrito—. Habría de tener la bondad de volver mañana, dejándonos su obra para calcular los costes de impresión.

—¿No es con monsieur Lucien Chardon con quien tengo el honor…?

—Sí, señor —repuso el regente.

—Me siento dichoso, señor —dijo el autor—, de haber podido conocer a un joven poeta llamado a tan altos desempeños. Me manda madame de Bargeton.

Al oír este nombre, Lucien se sonrojó y balbuceó unas frases para expresar su agradecimiento por el interés que le demostraba madame de Bargeton. David advirtió el rubor y la confusión de su amigo, a quien dejó mantener la conversación con el hidalgüelo, autor de una memoria sobre la cría del gusano de seda y a quien la vanidad movía a hacer imprimir su obra para que pudiera ser leída por sus colegas de la Sociedad de Agricultura.

—Bien, Lucien —dijo David cuando el gentilhombre se fue—, ¿acaso amas a madame de Bargeton?

—¡Perdidamente!

—Pero estáis más separados el uno del otro por los prejuicios que si ella estuviera en Pekín y tú en Groenlandia.

—La voluntad de dos enamorados triunfa sobre todo —dijo Lucien bajando los ojos.

—Nos olvidarás —replicó el tímido enamorado de la bella Ève.

—Al contrario, tal vez he sacrificado a mi amada por ti —exclamó Lucien.

—¿Qué quieres decir?

—Que, a pesar de mi amor y de los diversos intereses que me mueven a frecuentar su casa, le he dicho que no volvería a poner los pies allí si un hombre cuyo talento es superior al mío, cuyo porvenir será glorioso, si David Séchard, mi hermano y amigo, no era recibido por ella. En casa he de encontrar la respuesta. Pero aunque todos los aristócratas sean invitados esta noche para oírme recitar versos, si la respuesta es negativa, nunca más volveré a poner los pies en casa de madame de Bargeton.

David estrechó fuertemente la mano de Lucien tras haberse enjugado los ojos. Dieron las seis.

—Ève debe de estar inquieta, adiós —dijo bruscamente Lucien.

Y desapareció, dejando a David sumido en una de esas profundas emociones que sólo se sienten tan intensamente a esta edad, sobre todo en la situación en que se encontraban aquellos dos jóvenes cisnes, a quienes la vida de provincias no había cortado aún las alas.

—¡Un corazón de oro! —exclamó David siguiendo con los ojos a Lucien, que atravesaba el taller. Lucien bajó al Houmeau por el bonito paseo de Beaulieu, por la rue du Minage y la Porte-Saint-

Pierre. Si tomaba así el camino más largo, era porque la casa de madame de Bargeton se hallaba en este trayecto. Experimentaba tanto placer en pasar por debajo de las ventanas de aquella mujer, aun sin ella saberlo, que desde hacía dos meses no volvía ya al Houmeau por la Porte-Palet.

Al llegar bajo los árboles de Beaulieu, contempló la distancia que separaba Angulema del Houmeau. Las costumbres de la región habían levantado barreras morales mucho más difíciles de salvar que las cuestas por las que bajaba Lucien. El joven ambicioso que acababa de introducirse en el hôtel de los Bargeton, lanzando la gloria como un puente tendido entre la ciudad y el arrabal, estaba inquieto por la decisión de su amada, como un favorito que teme una desgracia tras haber intentado acrecentar su poder. Estas palabras podrán parecer oscuras a quienes no han observado aún las costumbres particulares de las ciudades divididas en parte alta y parte baja, pero es tanto más necesario dar aquí algunas explicaciones sobre Angulema cuanto que ayudarán a comprender mejor a madame de Bargeton, uno de los personajes más importantes de esta historia.

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